Siempre es preferible acudir a los maestros. Para estudiar qué es la conciencia en el hombre es necesario escuchar voces autorizadas, docentes, que sepan explicar y lo hagan bien. Pablo VI es buen maestro. Su estilo es claro, muy docente, y su manera de exponer nos permite avanzar paso a paso en las grandes y sublimes verdades.
La materia de esta catequesis, siguiendo las que fuimos estudiando meses atrás con Ratzinger, es la conciencia moral, la guía segura de nuestro obrar y discernir. Tan necesaria y delicada, que merece nuestra atención y un pensamiento ordenado y correcto sobre ella.
Al mismo tiempo, al estudiar la conciencia, vamos adquiriendo esa formación necesaria para obrar rectamente pues la conciencia necesita ser verdadera y recta, sin ignorancia.
Proponía Pablo VI esta catequesis en una de sus audiencias generales:
"Uno de los problemas fundamentales que se refieren a la actividad del hombre moderno es el de la conciencia. Este problema no ha surgido precisamente en nuestro tiempo; es tan antiguo como el hombre, porque el hombre siempre se ha planteado preguntas sobre sí mismo. A este propósito es conocido el diálogo que un escritor griego de la antigüedad (Jenofonte, Dichos Mem., 4,21) atribuye a Sócrates, el cual pregunta a su discípulo Eutidemo: “Dime, Eutidemo, ¿hasta estado alguna vez en Delfos? Sí, dos veces. ¿Has visto la inscripción esculpida en el templo: conócete a ti mismo? Sí. ¿Has despreciado este aviso, o le has hecho caso? Verdaderamente no: Es un conocimiento que yo creía tener”. De aquí la historia del gran problema sobre el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo; él cree poseerlo ya, pero luego no está seguro de ello; problema que atormentará siempre y fecundará al pensamiento humano. Recordemos, sobre todos, a San Agustín, con su conocida oración, síntesis de su alma de pensador cristiano: “Que te conozca a ti, ¡oh Señor!, y que me conozca a mí” (Cf. Conf. 1, X); y, llegando a nuestro tiempo, encontramos siempre incompleto el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo. ¿Quién no ha oído hablar del libro de Carrel: “El hombre, este desconocido?” (1934). ¿Y no se afirma hoy que “existe una revolución en el conocimiento del hombre”? (Oraison).
Primacía de la conciencia
Lo que nos interesa en este breve y familiar diálogo es observar cómo el hombre moderno (y bajo esta denominación nos sentimos todos comprendidos) está, por una parte, cada vez más extrovertido, esto es, ocupado fuera de sí mismo; el activismo de nuestros días y el predominio del conocimiento sensible y de las comunicaciones sociales sobre el estudio especulativo y sobre la actividad interior nos hace tributarios del mundo exterior y disminuye notablemente la reflexión personal y el conocimiento de los problemas propios de nuestra vida subjetiva; estamos distraídos (cf. Pascal 11, 144), vacíos de nosotros mismos y llenos de imágenes y de pensamientos que, de suyo, no nos afectan íntimamente. En cambio, por otro lado, como por una instintiva reacción, volvemos dentro de nosotros mismos, pensamos en nuestros actos y en los hechos de nuestra experiencia, reflexionamos sobre todo, intentamos procurarnos una conciencia sobre el mundo y sobre nosotros mismos. La conciencia tiene, en cierta manera, una supremacía, por lo menos estimativa, en nuestra actividad.
La conciencia, luz y guía de la conducta humana
El reino de la conciencia se extiende delante de nuestra consideración con dimensiones muy amplias y complejas. Simplifiquemos este panorama inmenso en dos campos distintos: existe una conciencia psicológica, que reflexiona sobre nuestra actividad personal, cualquier que ésta sea; es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo la propia fenomenología espiritual, la propia personalidad; es conocerse, y en cierto modo llegar a ser dueños de sí mismos. Pero ahora no hablamos de este campo de la conciencia; hablamos del segundo, el de la conciencia moral e individual, esto es, de la intuición que cada uno tiene de la bondad o de la malicia de las acciones propias. Este campo de la conciencia es interesantísimo también para aquellos que no lo ponen, como nosotros los creyentes, en relación con el mundo divino; más aún, constituye al hombre en su expresión más alta y más noble, define su verdadera estatura, lo sitúa en el uso normal de su libertad. Obrar según la conciencia es la norma más comprometida y, al mismo tiempo, la más autónoma de la acción humana.
Apología de la conciencia moral
La conciencia, en la práctica de nuestras acciones, es el juicio sobre la rectitud, sobre la moralidad de nuestros actos, tanto considerados en su desarrollo habitual como en la singularidad de cada uno de ellos.
Ahora no nos quedaría sino hacer la apología de la conciencia; bastaría recordar lo que sobre eso ha enseñado la Iglesia en estos últimos tiempos; por ejemplo, el Papa León XIII en su encíclica dedicada a la libertad (cf. Denz-S, n. 3245 y ss.) y el reciente Concilio (Gaudium et spes, n. 16; Dignitatis humanae, nn. 3 y 11), y bastaría con recordar cuánto los maestros del espíritu recomiendan a las personas deseosas de su perfeccionamiento el ejercicio del examen de conciencia: ciertamente, todos los que nos están escuchando lo saben; y Nos no haremos sino animarles a la fidelidad de este ejercicio, que responde no solamente a la disciplina de la ascesis cristiana, sino también al carácter de la educación personal moderna.
Conciencia, norma interior y superior
Debemos hacer una observación sobre la supremacía y la exclusividad que hoy se quiere atribuir a la conciencia como guía de la conciencia humana. Frecuentemente se oye repetir, como un aforismo indiscutible, que toda la moralidad del hombre debe consistir en el seguimiento de su propia conciencia; y esto se afirma, tanto para emanciparlo de las exigencias de una norma extrínseca, como del reconocimiento de una autoridad que intenta dar leyes a la libre y espontánea actividad del hombre, el cual debe ser ley para sí mismo, sin el vínculo de otras intervenciones en sus acciones. No diremos nada nuevo a cuantos encierran en este criterio el ámbito de su vida moral, ya que tener por guía la propia conciencia no sólo es cosa buena, sino también algo justo. Quien obra contra la conciencia está fuera del recto camino (cf. Rm 14,23).
Conciencia, árbitro supremo de la moralidad
Pero es necesario, ante todo, destacar que la conciencia, por sí misma, no es el árbitro del valor moral de las acciones que ella sugiere. La conciencia es intérprete de una norma interior y superior; no la crea por sí misma. Ella está iluminada por la intuición de determinados principios normativos, connaturales a la razón humana (cf. Sto. Tomás, I, 79, 12 y 13; I-II, 94, 1); la conciencia no es la fuente del bien y del mal; es el aviso, es escuchar una voz, que se llama precisamente la voz de la conciencia, es el recuerdo de la conformidad que una acción debe tener con una exigencia intrínseca al hombre, para que el hombre sea verdadero y perfecto. Es la intimación subjetiva e inmediata de una ley, que debemos llamar natural, a pesar de que muchos hoy ya no quieren oír hablar de ley natural.
¿No es en relación con esta ley, entendida en su auténtico significado, como nace en el hombre el sentido de responsabilidad? ¿Y con el sentido de responsabilidad, el de la buena conciencia y del mérito, o, por el contrario, del remordimiento y de la culpa? Conciencia y responsabilidad son dos términos recíprocamente relacionados.
En segundo lugar debemos observar que la conciencia, para ser norma válida del obrar humano, debe ser recta, esto es, debe estar segura de sí misma, y verdadera, no incierta ni culpablemente errónea. Lo cual, desgraciadamente, es muy fácil que suceda, supuesta la debilidad de la razón humana abandonada a sí misma, cuando no está instruida.
Instruir y formar la conciencia
La conciencia tiene necesidad de formarse. La pedagogía de la conciencia es necesaria, como es necesario para todo el hombre el ir desarrollándose interiormente, ya que realiza su vida en un marco exterior por demás complejo y exigente. La conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana; su voz se hace más clara y más fuerte cuando ésta se une la de la ley y la de la legítima autoridad. La voz de la conciencia no es ni siempre infalible, ni objetivamente suprema. Y esto es especialmente verdad en el campo de la acción sobrenatural, en el que la razón no puede por sí misma interpretar el camino del bien, y debe acudir a la fe para dictar al hombre la norma de la justicia querida por Dios mediante la revelación: “El hombre justo, -dice san Pablo- vive de fe” (Gal 3,11). Para avanzar rectamente, cuando se camina de noche, esto es, si se avanza en el misterio de la vida cristiana, no bastan los ojos, es necesaria la lámpara, se necesita la luz. Y esta “luz de Cristo” no deforma, no mortifica, no contradice la luz de nuestra conciencia, sino que le añade claridad y la capacita para el seguimiento de Cristo en el recto sendero de nuestro peregrinar hacia la visión eterna.
En consecuencia, procuremos obrar siempre con la conciencia recta y fuerte, iluminada por la sabiduría de Cristo"
(Pablo VI, Audiencia general, 12-febrero-1969).
Necesaria y delicada es la conciencia moral, la guía segura de nuestro obrar y discernir, dice la entrada, añadiendo que merece nuestra atención y un pensamiento ordenado y correcto sobre ella.
ResponderEliminarHoy, a pesar de ese excelente discurso de Pablo VI, las conciencias están capaz vez más erradas y dirigidas por los propios deseos ¿Será porque no se enseñan discursos como éste?