Ninguna desconfianza, sospecha o recelo debe albergarse en un corazón católico respecto al Magisterio de la Iglesia; más bien, por el cocntrario, una confianza gozosa de hallar en el Magisterio una guía para comprender la Verdad y una seguridad de estar en comunión con la Iglesia de todos los tiempos hasta sus orígenes, el mismo Cristo y los apóstoles.
Las corrientes secularizadoras han introducido un principio protestante que se ha abierto paso en muchos hijos de la Iglesia y es el de la libre interpretación, como si la asistencia del Espíritu Santo fuera sólo subjetiva, a cada uno, en el momento de leer y luego interpretar cada cual a su gusto, tanto al Escritura como el depósito de la fe. Habría tantas verdades y tantos magisterios distintos como personas. Además, esas corrientes secularizadoras en el seno mismo de la Iglesia han fomentado el disenso y la contestación al Magisterio, discutiendo su autoridad, y empleando un lenguaje caducado ya, como si el Magisterio fuera opresor de las bases cristianas. Se llega así a ensalzar a los contestatarios como "nuevos profetas" y sospechar siempre del Magisterio de la Iglesia.
El colmo de esta secularización interna es pretender que esto mismo avala el Concilio Vaticano II y que el "espíritu del Concilio" aparta y arrincona el Magisterio de la Iglesia, recayendo todo en el pueblo de Dios y en sus nuevos maestros, los teólogos, los cuales, cuanto más apartados del Magisterio de la Iglesia, más son considerados "profetas". Pero ¿acaso pueden justificarse semejantes comportamientos con el Concilio Vaticano II? Evidentemente, no.
La Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, explicita el valor y la necesidad del Magisterio para interpretar autorizadamente la fe:
"Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer" (DV 10).
Son los pastores de la Iglesia, presididos por su Cabeza visible, el Papa, quienes reciben el oficio de enseñar de manera cualificada. El n. 25 de la Constitución Lumen Gentium explicita el valor del Magisterio y el asentimiento que le corresponde a todo el pueblo cristiano ante los garantes de la fe:
"Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.
Aunque cada uno de los Prelados no goce por si de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe.
Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres. Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de San Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque en esos casos, el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe" (LG 25).
Nosotros, para ser fieles hijos de la Iglesia, para mostrar la solidez de nuestra formación doctrinal como católicos, hemos de amar el Magisterio de la Iglesia, conocerlo, obedecerlo, estudiarlo, vivirlo. Es la guía segura para mantenernos en la Comunión de la Iglesia y en la Comunión de la fe, sin desviaciones ni sectarismos, ni ideologías.
"Si escucháis la voz que sube de vuestras conciencias, escucharéis resonar la misma voz de Cristo, cuando preguntaba a Marta en el Evangelio: “¿Crees tú todo esto?” (Jn 11, 26). Viene a nuestra memoria el episodio del encuentro de Dante con San Pedro, en el canto XXIV del “Paradiso”, cuando el apóstol pregunta al poeta peregrino celestial “Buen cristiano, ponte de manifiesto, ¿qué es la fe?” (vv. 52-53). La fe sufre aquí una especie de interrogatorio sobre la adhesión a cuanto aquí se proclama; vamos a ver el sucesor de Pedro, ¿lo creo yo?, he aquí la voz del Señor, repetida por el Apóstol, explicada, aplicada, definida; ved aquí el magisterio de la Iglesia, que se asienta sobre su cátedra más autorizada y que ejerce una de sus supremas funciones, la de enseñar, no una ciencia cualquiera, sino la palabra de Dios; y de enseñarla en nombre de Cristo, de interpretarla y de custodiarla en su genuino significado y, si es preciso, de forma infalible, en ciertos casos especiales y en ciertas formas solemnes.
Consoladora confianza en la enseñanza de la Iglesia
Es importante explorar también la impresión espiritual suscitada a este respecto en el visitante del Papa. La impresión espiritual más común –la vuestra, creemos- es la característica del fiel católico respecto al magisterio de la Iglesia, es decir, la de una consoladora confianza. El fiel católico sabe que el Señor ha dado a los apóstoles el mandato y la autoridad de enseñar lo que Él mismo enseñó; les encargó ser los transmisores de su palabra; sabe que esta palabra está ligada con el plan de la salvación; la adaptación de esta palabra, es decir, la fe, es condición fundamental para ser admitido en la suerte del reino de Dios; sabe también que esta transmisión se da mediante una misteriosa y eficaz asistencia del Espíritu Santo. Quien enseña a los apóstoles y a la Iglesia “todas las verdades” (Jn 16,13) relativas a nuestras relaciones sobrenaturales con Dios, y sabe que esta transmisión se realiza con la fidelidad rigurosa y garantizada por el unívoco y estable sentido del mensaje divino, que se llama tradición. Es decir, sabe que se encuentra ante una institución misteriosa y maravillosa de la bondad divina que, mediante este aparato humano y jerárquico, ha querido que fuese custodiada y difundida en la humanidad. Estamos siempre ante la idea general del designio de Dios, es decir, la que su gratuita y sobrenatural comunicación con los hombres debe tener a los hombres como colaboradores, instrumento y signos de su caridad.
A quienes han sufrido vicisitudes espirituales de todo tipo para llegar a la certeza objetiva de la fe, el encuentro con el magisterio eclesiástico, efectivamente, proporciona un sentimiento de agradecimiento a Dios, a Cristo, por haber confiado su saludable mensaje a un órgano infalible y vivo, a un servicio calificado; es decir, a una voz autorizada, no reveladora, en realidad, de nuevas verdades, ni superior a la Sagrada Escritura (aunque ésta haya brotado del magisterio profético y apostólico), sino eco subordinado y fiel intérprete y seguro de la palabra divina. Y, con el agradecimiento, la paz, la luz y el deseo de meditar bien y de saber más sobre el fundamento de una doctrina tan indiscutible como fecunda.
Auguramos que es ésta también vuestra experiencia espiritual de este encuentro con la sede principal del magisterio eclesiástico. ¿Es así para todos? No, por desgracia. Hoy algunos, dentro de la Iglesia, muchos, que están sí y no fieles y muchos que están en su derredor, pero extraños, miran con reserva, con desconfianza al magisterio eclesiástico. Algunos sólo quisieran reconocer en el magisterio eclesiástico, sólo el oficio de confirmar “la creencia infalible de la comunión de los fieles”; y otros, partidarios de doctrinas negadoras del magisterio eclesiástico, quisieran reconocer en estos fieles la capacidad de interpretar libremente la Sagrada Escritura, según su intuición, que fácilmente se pretende inspirada. La fe así resulta aparentemente fácil, porque cada uno se la modela como quiere, pero pierde su autenticidad, su seguridad, su verdadera verdad y, por ello, su urgencia de ser comunicada a los demás; se convierte en opinión personal.
Una autoridad ejercida en el nombre de Cristo
“El subjetivismo de los modernos –escribe un teólogo contemporáneo- ha obligado a insistir en el hecho de que la objetividad del dato revelador y tradicional se encontraría reducida a la nada, si estuviera en poder de cualquiera, para atribuirle el sentido que le pareciera bueno, y no en poder del cuerpo mismo (la Iglesia), al cual, y por el cual, ha sido dada la palabra divina y, especialmente, en el interior del mismo, a los miembros responsables del todo, en virtud de su mandato apostólico” (Bouyer).
El Concilio Ecuménico ha proferido nuevamente autorizadas palabras, antiguas como la Iglesia, a este respecto: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita, o transmitida, está confiado únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad es ejercida en el nombre de Cristo”.
Ya veis, hijos carísimos, cuán formidable es el oficio confiado al magisterio eclesiástico, y cuánta necesidad tiene de la oración, de la docilidad, del diálogo, incluso del consejo y de la confianza de los fieles, para que sea recta y útilmente ejercido.
Por ello, os pedimos que oréis por el Papa”
(Pablo VI, Audiencia general, 11-enero-1967).
Llevamos muchos años confundiendo verdad con opinión, y en estas circunstancias es difícil que muchos acepten el Magisterio de la Iglesia sin considerarlo como imposición.
ResponderEliminarLo que se ha llamado "espíritu del Concilio" ayudó al sostenimiento de la opinión y a la negación de la existencia de la verdad.
Y, con todo mi respeto, tenemos que reconocer que si los fieles a veces parecemos una "pandilla", también tenemos pastores que no predican precisamente el Magisterio sino "la última novedad".