El trabajo profesional, sea del tipo que sea, mientras sea honrado y honroso, edifica la sociedad, contribuye al bien común y es la materia de la santidad cotidiana, aquello que nos permite ser santos en lo diario y poder ofrecer algo en la Eucaristía que celebramos.
El trabajo es grande no sólo por la producción económica y los beneficios salariales que pueda reportar, sino por el desarrollo del hombre mismo, su rendimiento como capacidad personal, el bien común. El hombre crece, se desarrolla y se potencia por su propio trabajo. Es un bien para él.
Vamos a reflexionar sobre el trabajo, la producción, el papel humanísimo que ha de poseer, y lo haremos con una homilía de Pablo VI, en 1969, sobre estos temas que en aquellos años eran acuciantes, años revueltos cargados de ideologías.
"Y ahora, ¿qué os diremos a vosotros, trabajadores, en los breves momentos de este nuestro rápido encuentro. Os hablamos con el corazón. Os diremos algo muy sencillo pero lleno de significado, y es que sentimos dificultad al hablaros. Nos percatamos de lo difícil que resulta hacernos entender por vosotros. ¿Es que quizá no os comprendemos bastante? De hecho, nuestro discurso nos es harto difícil. Nos parece que estáis sumergidos en un mundo que es extraño al mundo en que nosotros, hombres de Iglesia, vivimos. Vosotros pensáis y trabajáis de una manera tan diversa de aquella en la que piensa y obra la Iglesia.
Os decíamos al saludaros que somos hermanos y amigos, pero, ¿es así en realidad? Porque todos nosotros advertimos este hecho evidente: el trabajo y la religión en nuestro mundo moderno son dos cosas separadas, distanciadas y frecuentemente opuestas. Antes no era así... pero tal separación, tal incomprensión recíproca no tiene razón de ser. No es este el momento de explicar el porqué. Ahora os baste el hecho de que Nos, precisamente como Papa de la Iglesia Católica, como humilde pero auténtico representante de este Cristo cuyo nacimiento conmemoraremos esta noche, más aún, lo renovamos espiritualmente, hemos llegado hasta vosotros para deciros que esta separación entre vuestro mundo del trabajo y el religioso, el cristiano, no existe, o mejor dicho, no debe existir.
Repetimos una vez más... el mensaje cristiano no le es ajeno, ni se le niega, al contrario, diríamos que cuanto más se afianza aquí la actividad humana en sus dimensiones de progreso científico, de potencia, de fuerza, de organización, de utilidad, de maravilla, de modernización, en una palabra, tanto más merece y exige que Cristo, el Obrero profeta, el Maestro y el Amigo de la Humanidad, el Salvador del mundo, el Verbo de Dios que se encarna en nuestra naturaleza humana, el Hombre del dolor y del amor, el Mesías misterioso y el Árbitro de la Historia, anuncie aquí y desde aquí al mundo su mensaje de renovación y de esperanza.
Jesús está por vosotros
Trabajadores que nos escucháis: Jesús el Cristo está por vosotros. Recordad y meditad: el Cristo del Evangelio, el que la Iglesia Católica os presenta y os ofrece, es vuestro. Está con vosotros esta noche.
No temáis que tal presencia, tal alianza, vivida en la fe y en las costumbres, vaya a cambiar el aspecto, la finalidad, el ordenamiento de una empresa como ésta o de otras semejantes; es decir, que vaya –como vulgarmente se dice- a clericalizar el trabajo moderno del hombre, ni tampoco a frenar su expansión ni oponer la finalidad religiosa de la vida al desarrollo de la actividad humana, ni el evangelio al progreso científico, técnico, económico y social.
Vosotros habéis oído hablar, ciertamente, del reciente Concilio en el cual la Iglesia ha expresado y determinado su pensamiento sobre las relaciones suyas con el mundo contemporáneo. Oíd lo que dice el Concilio: “los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el ingenio y la habilidad del hombre se oponen al poder de Dios, como si la criatura racional rivalizase con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre más amplia es su responsabilidad individual y colectiva” (GS 34)...
Visión realista, pero no materialista
...¿Son difíciles estas palabras? No; son palabras consoladoras, sobre todo para vosotros que vivís en este cuadro que parece a primera vista un enigma formidable, un tejido de máquinas y de energías incomprensibles, un reino de la materia que despliega algunos de sus secretos y que vosotros transformáis, con un esfuerzo tremendo y habilísimo, en útil para otros trabajos a fin de que después sea útil también para el servicio y las necesidades del hombre. Tenéis ante vosotros una visión extremadamente realista, pero no materialista. Vosotros conocéis el modo de tratar la materia que se presenta ingrata y refractaria a cualquier tentativa del arte humano, sabéis tratarla y dominarla porque, de una parte, habéis llegado a ser tan inteligente vosotros y quienes os dirigen, que descubrís las leyes nuevas del quehacer humano, es decir, del arte de dominar las cosas, y por otra parte habéis descubierto, vosotros y vuestros maestros, las leyes ocultas en las mismas cosas. Las leyes. ¿Qué son las leyes sino pensamientos, pensamientos imperativos que no sólo las definen con nombres comunes –hierro, fuego, etc.-, sino que les dan una esencia particular, un ser que por sí, naturalmente, las cosas no saben darse, un ser recibido, un ser que llamaríamos creado?
Vosotros encontráis en cualquier fase de tan ingente trabajo este ser creado, que quiere decir pensado. ¿Pensado por quién? Vosotros, sin daros cuenta, sacáis de las cosas una respuesta, una palabra, una ley, un pensamiento que anida en las mismas cosas, un pensamiento, que, reflexionando bien, nos lleva a describir la mano, la potencia o mejor dicho la presencia inmanente y trascendente –es decir, allí dentro y en plan superior- de un espíritu pensante y omnipotente al que estamos acostumbrados a dar el nombre que ahora nos tiembla en los labios, el nombre misterioso de Dios.
Es decir, queridos trabajadores: daos cuenta de que cuando trabajáis en esta fábrica, sin pensarlo, entráis aquí en contacto con la obra, el pensamiento, la presencia de Dios. Veis que el trabajo y la oración tienen una raíz común aunque diversa expresión. Si sois inteligentes, si sois hombres auténticos, podéis y debéis ser religiosos aquí, en vuestros inmensos pabellones del trabajo terreno, sin hacer otra cosa que amar, pensar y admirar vuestro fatigoso trabajo.
El hombre vale más que la máquina
Hemos dicho fatigoso. Esto es, hemos reconocido el aspecto humano de vuestra actividad. Aquí se encuentran dos mundos: la materia y el hombre; de un lado, la máquina, el instrumento, la estructura industrial; del otro, la mano, la fatiga, la condición de vida del trabajador. El primer mundo, el de la materia, tiene que hacer una secreta revelación –decíamos antes- espiritual y divina a quien la sabe percibir; pero este otro mundo, que es el hombre, empeñado en el trabajo, cargado de fatigas y lleno por su parte de sentimientos, de pensamientos, de necesidades, de cansancio, de dolor, ¿qué suerte encuentra aquí dentro? ¿Cuál es, en otras palabras, la condición del trabajador empeñado en la organización industrial? ¿Será él también una máquina, puro instrumento que vende la propia fatiga para conseguir el pan, un pan para vivir? Porque, ante todo y sobre todo, la vida es la cosa más importante; el hombre vale más que la máquina y más que su producción.
Sabemos bien todas estas cosas, que han alcanzado en el tiempo y continúan teniendo en el presente una importancia nueva, inmensa, predominante, y han tenido su expresión en aquel conjunto de problemas y luchas que llamamos la cuestión social. Todos saben cuáles han sido los fenómenos culturales, históricos, sociales, económicos, políticos en que se ha puesto y se pone la cuestión social. No es cosa de hablar de ello en este momento.
Ahora nos urge, igual que a vosotros, resolver con alguna respuesta, aunque sea sumaria, la objeción que Nos mismo hemos expuesto al entrar aquí, a saber: ¿Qué hace el mensajero del Evangelio aquí dentro? ¿Qué puede decir el representante de Cristo a este vuestro mundo del trabajo moderno; a vosotros, especialmente, obreros manuales que desarrolláis ese trabajo humilde y extenuante que todavía ninguna máquina puede sustituir?
Queridos trabajadores: en este aspecto, en el aspecto humano, nuestra palabra es más fácil y casinos brota del corazón, porque nos parece leerla en el vuestro. ¿Qué tenéis en el corazón? Sois hombres, ¿pero sois felices? ¿Tenéis todo lo que os corresponde como hombres y que deseáis profundamente? Esto, ciertamente, no siempre puede ser; para algunos en realidad, no lo es, y quizá mucho menos para vosotros. Cada uno lleva en el fondo de su alma un sufrimiento. ¿Sois pobres? ¿Sois verdaderamente libres? ¿Estáis hambrientos de justicia y dignidad? ¿Estáis deseosos de salud? ¿Necesitados de amor? ¿Tenéis en el corazón sentimientos de rencor y odio? ¿Tenéis ansias de venganza? ¿Dónde está para vosotros la paz, la hermandad, la solidaridad, la amistad, la lealtad, la bondad? ¿Dentro o fuera de vosotros?
La Iglesia os comprende
Os diremos algo que debéis recordar: nosotros os comprendemos, y al decir nosotros, decimos la Iglesia. Sí, la Iglesia, como una madre, os comprende; no digáis ni penséis nunca que la Iglesia está ciega ante vuestras necesidades, ni es sorda a vuestras voces; aun antes de que vosotros tengáis conciencia de vosotros mismos, de vuestras condiciones reales, totales y profundas, la Iglesia os conoce, os estudia, os interpreta, os defiende, más todavía de lo que vosotros, a veces, podáis pensar.
¿Qué diríais si nosotros, la Iglesia, nos limitásemos a conocer las pasiones que han agitado de tantas maneras las clases trabajadoras? ¿Qué es lo que movía estas pasiones? El deseo y la necesidad de justicia. La Iglesia no comparte las pasiones clasistas cuando estallan en sentimientos de odio y en gestos de violencia; pero la Iglesia sí que reconoce la necesidad de justicia del pueblo honrado y lo defiende como puede y lo promueve.
Pues bien: el trabajador no solamente tiene necesidad de justicia económica, de salario, de bienestar material, sino de justicia civil y social. Aun para esta reivindicación la Iglesia os comprende y os ayuda. Más aún: Vosotros tenéis otras necesidades y otros derechos en cuya tutela la Iglesia muy frecuentemente permanece vuestra única abogada: las necesidades y los derechos del espíritu, los propios de los hijos de Dios, los de los ciudadanos del Reino de las almas, llamadas a los verdaderos y superiores destinos de la plenitud de la verdadera vida presente y de la futura.
¿Es que no estáis vosotros elevados a esta igualdad, que supera todos los desniveles sociales? Más aún: ¿no sois, entre todos, los preferidos del Evangelio vosotros, los pequeños, los pobres, los que sufrís, los que os halláis oprimidos, los que tenéis sed de justicia, los que sois capaces de gozo verdadero y de amor auténtico?
La Iglesia así lo piensa y proclama de vosotros y por vosotros. Es claro el porqué. Porque la Iglesia es la continuación de Cristo. La Iglesia es el cauce que lleva a través de los siglos y difunde por toda la tierra la palabra del Señor. Más aún: la presencia –advertida solamente por quien cree- de Jesús.
Peligro de la deshumanización
Decidme una cosa: ¿Encontráis extraño, anacrónico, enemigo aquí dentro, el mensaje del Evangelio? ¿No hay aquí hombres que viven, hombres que sufren, hombres necesitados de dignidad, de paz, de amor, que no comprenden el peligro a ser reducidos a seres de “una sola dimensión”, la de instrumentos, y que no advierten precisamente aquí (queremos decir en el corazón del mundo industrial a grande escala), donde el peligro de esta deshumanización es mayor, justamente aquí, que el soplo del Evangelio como oxígeno de vida digna del hombre encuentra su sitio y la presencia consoladora, salvadora, de Cristo en medio del mundo maravilloso, pero vacío de fe y de gracia, del trabajo moderno?"
(PABLO VI, Discurso a los trabajadores metalúrgicos de Tarento, 24-diciembre-1968).
ResponderEliminarMagnífico discurso.
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Aleluya (de las antífonas de Laudes)