Sólo un hombre nuevo, renovado por la gracia de la redención de Cristo, puede construir algo nuevo y valioso; sólo un hombre nuevo puede edificar una cultura y una civilización nuevas, la "civilización del amor" según el término acuñado por Pablo VI.
El mundo, la cultura, la sociedad, no se cambian a base de leyes, como si las leyes por sí mismas fueran buenas por el mero hecho de ser promulgadas (iuspositivismo) al margen de la moralidad: sobran los ejemplos. Incluso las leyes más justas quedarán en nada si el hombre no se ha hecho a sí mismo justo (por la Gracia de Dios). Las diferentes estructuras de pecado existentes no se solventan con la promulgación de leyes, porque éstas serán de nuevo vulneradas si el hombre no es bueno ni se va haciendo bueno. El problema es más radical, el problema es la conversión y la transformación del hombre y entonces la vida social mejora buscando el Bien.
La homilía de Pablo VI al clausurar el Año Santo de la Reconciliación, en 1975, une, con insuperable estilo, estas dos realidades. Primero el hombre nuevo, convertido:
Nos, hemos dado a aquel rito de la apertura de la Puerta Santa un doble significado simbólico, pero tremendamente real, el de la necesidad de obtener un perdón, sin el cual una barrera de desesperación obstaculizaría nuestra entrada en el templo de Dios. Nos, hemos en efecto reconocido nuestra angustiosa y existencial necesidad de recomponer nuestra relación normal y feliz con el Dios vivo; hemos experimentado espiritualmente así nuestra incapacidad absoluta de transformar por nosotros solos en amistad vital tal indispensable relación; hemos rozado con el vértigo del miedo el abismo de un fatal ruina; hemos osado, nosotros hombres de este espléndido y babélico siglo, trepidante y animoso, llamar a la puerta, por nosotros mismos desierta, de la casa paterna, es decir, del reavivamiento de la economía del Evangelio, el de la reconciliación con la armonía primaria, contigo, oh Dios de la justicia y de la bondad.
Nos lo recordaremos por siempre: un acto, un pacto de religión ha buscado unir, con éxito positivo, esta nuestra vida, así llamada moderna, nuestra vida actual, histórica, civil, tal como sea, negadora, escéptica, aberrante, indiferente, o bien todavía piadosa y fiel, contigo, Dios, primera, verdadera, única, inefable fuerte de la Vida, que no se apaga y que resplandece en todas partes. Tú eres, oh Dios, para cada verso, Necesario. Tú eres hoy nuestro, oh Dios, insustituible, Dios misterio de paz y de bienaventuranza. Nosotros lo confesamos: hemos inclinado nuestras frentes locos de orgullo, de suficiencia, de ignorancia, y hemos regenerado en la humildad sincera y sapiente nuestra conciencia ante las exigencias del mensaje del Reino de Dios. La metanoia cristiana, que en la encrucijada de la dirección orientadora de la existencia, guía los pasos del hombre en el sentido exacto de la salvación, ha determinado nuestra elección, que el bautismo, por el que nosotros somos cristianos, había ya deliberado; ahora se confirma; y lo será por siempre. Nos hemos convertido en cristianos.
Y éste es el segundo significado que para nosotros ha asumido el Año Santo: la Fe es la Vida. Es la Vida, porque nos hace alcanzarte a Ti, oh Dios, incluso sobre la orilla límite de nuestra capacidad de conocer y de amar; a Ti, océano del Ser, plenitud superante e incluyente de toda Existencia, cielo de la insondable profundidad, no solo de la tierra y del cosmos, sino igualmente solo de Ti mismo, infinito más allá del espacio, Padre de todo cuanto existe. La Vida eres Tú, Dios, suspendido como una lámpara bienaventurada sobre la penumbra de nuestra balbuceante experiencia, en contacto con el mundo, con la historia, con nuestra misma misteriosa soledad interior, tanto más necesitada de esta luz soberana cuanto más ancho e ignoto es el panorama que la ciencia y la civilización abren a nuestra ávida y siempre miope mirada. Y también esto permanecerá. Sacaremos de la Fe –de la Cristo, Palabra del Padre, es fuente- la luz suplementaria de la que el saber humana tiene necesidad para proceder libre y confiadamente, en su camino de progreso, alegre de poder alternar el estudio racional y experimental, guiado por sus autónomos principios, con la plegaria, sí, este gemido, este canto del alma que le confirma aquellos principios, los integra y los sublima.
Segundo momento: el hombre que está situado delante de Dios y está siendo iluminado por Él, transforma su corazón, se convierte en hijo y desde ese momento puede empezar a edificar algo realmente bueno y valioso según el deseo de Dios. Esta construcción es la "civilización del amor":
¿Y adónde iremos nosotros ahora en la embriaguez de la recuperada y siempre incipiente bienaventuranza, de esta paz, que es energía e impulso para la efusión más pródiga y más fraterna? Comprenderemos nosotros, oh Cristo, hecho pastor delante de nuestros pasos vacilantes el tocar ya desde ahora, en el período tan breve y fugaz, reservado a nuestro experimento de tus auténticos seguidores, una meta digna y concreta, comprenderemos nosotros el “signo de los tiempos", que es el amor a aquel prójimo, en cuya definición Tú has incluido a todo hombre, sí, a todo hombre necesitado de comprensión, de ayuda, de consuelo, de sacrificio, aunque nos sea personalmente desconocido, aunque sea fastidioso y hostil, pero revestido de la incomparable dignidad de hermano? La sabiduría del amor fraterno, la cual ha caracterizado en virtud y en obras que los cristianos son justamente calificados, el camino histórico de la santa Iglesia, estallará con nueva fecundidad, con victoriosa felicidad, con regenerante socialidad.
No el odio, no la contienda, no la avaricia será su dialéctica, sino el amor, el amor generador de amor, el amor del hombre por el hombre, no por algún provisorio y equívoco interés, o por alguna amargura y mal tolerada condescendencia, sino por el amor a Ti; a Ti, oh Cristo descubierto en el sufrimiento y en la necesidad de cada semejante nuestro. La civilización del amor prevalecerá en la inquietud de las implacables luchas sociales, y dará al mundo la soñada transfiguración de la humanidad finalmente cristiana. Así, así se concluye, oh Señor, este Año Santo; así oh hombres hermanos reprenda animoso y gozoso nuestro camino en el tiempo hacia el encuentro final, que ya desde ahora pone en nuestros labios la extrema invocación: Ven, Señor Jesús.
Cierto don Javier, Dios cambia corazones no sistemas; como dice un cantautor católico: esto sólo lo arregla Dios. Pero en esta sociedad globalizada, tecnificada y que parece rechazar a Dios o relegarle a lo que se ha dado por denominar "ámbito privado" (¡cómo si algún ámbito se pudiera sustraer a Dios!) las leyes protegen, configuran o dan carta blanca a situaciones que facilitan que los hombres se alejen de Dios, perjudicando siempre a los más débiles: jóvenes y niños sobre los cuales se están realizando verdaderos lavados de cerebro. Como profesional del Derecho sé que las leyes las dictan los corazones de los legisladores (el espíritu de la ley) pero también sé que pretenden apoderarse de los corazones de los hombres. Rezo por nuestros jóvenes, niños y por los que vendrán (mis nietos). Perdone la extensión.
ResponderEliminar¡Qué Dios les bendiga!
Buenos días don Javier. Cuando se entiende bien el amor, como aquí se muestra se ve claro que es la civilización más humana y la que vale la pena sembrar con Cristo; la sabiduría del amor fraterno. ¿La "metanoia cristiana" es la conversión del corazón hacia Cristo? Un abrazo.
ResponderEliminarNIP:
ResponderEliminarSi. Metanoia es conversión, vuelta girando sobre nuestros pasos para llegar a Dios; entrar en el corazón de Cristo.
Pax!
Julia:
ResponderEliminarTiene razón, claro que sí. Lo que pretendía destacar es que toda ideología pretende cambiar la sociedad y el lenguaje de las estructuras, pero el sistema divino es la conversión, el cambio de lo personal.
Pero es evidente que las leyes que estructuran la sociedad la forjan hombres, hoy en día amantes del positivismo jurídico... al margen de la ley natural.
No entro en más. Reafirmo el matiz de sus palabras.