jueves, 12 de octubre de 2023

Silencio en la plegaria eucarística (Silencio - XXIX)



La gran plegaria eucarística es pronunciada sólo por el sacerdote, sin intervención de nadie, ni cantos añadidos, ni música; mientras, todos se unen en un silencio religioso, lleno de unción, para oír la gran plegaria e interiorizarla, haciéndola suya y poder, al final, responder con toda verdad: “Amén”.


            “La plegaria eucarística, que por su naturaleza es el culmen de toda la celebración, es una plegaria de acción de gracias y de consagración y tiende a hacer ciertamente que toda la congregación de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del sacrificio. Dicha oración es recitada por el sacerdote ministerial, que interpreta la voluntad de Dios que se dirige al pueblo, y la voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar, mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un silencio religioso” (Carta Eucharistiae participationem, 8).

            El silencio sagrado, religioso, de todos durante la gran plegaria eucarística es un medio de participación activa; no es una contradicción: participar activa y fructuosamente es también, en silencio, unirse a esta gran oración pronunciada por el sacerdote:

            “La proclamación de la plegaria eucarística que, por su naturaleza, es como el culmen de toda la celebración, está reservada al sacerdote, en virtud de su ordenación. Por tanto, es un abuso hacer decir algunas partes de la plegaria eucarística al diácono, o a un ministro inferior o a los fieles. La asamblea, sin embargo, no permanece pasiva e inerte; se une al sacerdote con la fe y el silencio, y manifiesta su adhesión a través de las diversas intervenciones previstas en el desarrollo de la plegaria eucarística: las respuestas al diálogo del prefacio, el Sanctus, la aclamación después de la consagración y el “Amén” final, después del Per ipsum, que también está reservado al sacerdote. Este “Amén” en particular ha de resaltarse con el canto, dado que es el “Amén” más importante de toda la misa” (Inst. Inestimabile donum, 4).


            Así el silencio es el medio de unirse; por su parte, el sacerdote la pronunciará “con todas sus fuerzas” (S. Justino, I Apol., 66), “al proclamar la plegaria eucarística, el sacerdote pronuncia claramente el texto, de manera que facilite a los fieles la comprensión” (Inst. Inestimabile donum, 6).

Nada debe entorpecer ni acallar la gran prex eucharistica, de acción de gracias y consagración, donde se renueva sacramentalmente el Sacrificio del Señor.

La manera de participar, además de arrodillarse durante la consagración, es envolver la plegaria eucarística de un silencio de adoración y adhesión al Misterio.

 "En este momento comienza el centro y la cumbre de toda la celebración, esto es, la Plegaria Eucarística, que ciertamente es una oración de acción de gracias y de santificación. El sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones hacia el Señor, en oración y en acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración que él dirige en nombre de toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio. La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio" (IGMR 78).

 "La Plegaria Eucarística por su naturaleza exige que sólo el sacerdote, en virtud de su ordenación, la profiera. Sin embargo, el pueblo se asocia al sacerdote en la fe y por medio del silencio, con las intervenciones determinadas en el curso de la Plegaria Eucarística, que son las respuestas en el diálogo del Prefacio, el Santo, la aclamación después de la consagración y la aclamación Amén después de la doxología final" (IGMR 147).

            Advertía el papa Benedicto XVI a los sacerdotes sobre este silencio y la forma de pronunciar la gran plegaria eucarística:

            “Para los fieles es difícil seguir un texto tan largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso se han “inventado” siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar.
            De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos” (Benedicto XVI, Disc. al clero de Albano, 31-agosto-2006).



Las rúbricas nada dicen ni de música de fondo, ni de ningún canto de alabanza; tras la consagración de cada especie, el sacerdote la muestra en adoración al pueblo y luego hace una genuflexión. Es un silencio de adoración:

Muestra el pan consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre la patena y lo adora haciendo genuflexión…

Muestra el cáliz al pueblo, lo deposita luego sobre el corporal y lo adora haciendo genuflexión (rúbricas Ordo missae).

            Como explica Ratzinger: “La misma estructura de la liturgia prevé otros momentos de silencio. En primer lugar está el silencio que hay justo después de la consagración, cuando se elevan las especies consagradas. Este silencio nos invita a dirigir la mirada hacia Cristo, a contemplarle desde nuestro interior, en una mirada que funda el agradecimiento, la adoración y también la súplica por nuestra propia transformación… A quien participa en la eucaristía con actitud creyente y orante le estremecerá profundamente este momento en que el Señor desciende y transforma el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y en su sangre. No podemos por menos que caer de rodillas y saludar este acontecimiento. La transubstanciación es el gran momento de la “actio” de Dios en este mundo, por nosotros. Eleva nuestra mirada y nuestro corazón. En este instante, el mundo calla, todas las cosas callan, y en ese silencio se realiza el contacto con el Eterno; por un instante salimos del tiempo y entramos en la comunión del Dios que está con nosotros”[1].



[1] RATZINGER, El espíritu de la liturgia, 122.

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