La gran plegaria eucarística es
pronunciada sólo por el sacerdote, sin intervención de nadie, ni cantos
añadidos, ni música; mientras, todos se unen en un silencio religioso, lleno de
unción, para oír la gran plegaria e interiorizarla, haciéndola suya y poder, al
final, responder con toda verdad: “Amén”.
“La plegaria eucarística, que por su
naturaleza es el culmen de toda la celebración, es una plegaria de acción de
gracias y de consagración y tiende a hacer ciertamente que toda la congregación
de los fieles se una con Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y
en la ofrenda del sacrificio. Dicha oración es recitada por el sacerdote
ministerial, que interpreta la voluntad de Dios que se dirige al pueblo, y la
voz del pueblo, que eleva los ánimos a Dios. Solamente ella debe resonar,
mientras que la asamblea, reunida para la celebración litúrgica, mantiene un
silencio religioso” (Carta Eucharistiae participationem, 8).
El
silencio sagrado, religioso, de todos durante la gran plegaria eucarística es un
medio de participación activa; no es una contradicción: participar activa y
fructuosamente es también, en silencio, unirse a esta gran oración pronunciada
por el sacerdote:
“La proclamación de la plegaria
eucarística que, por su naturaleza, es como el culmen de toda la celebración,
está reservada al sacerdote, en virtud de su ordenación. Por tanto, es un abuso
hacer decir algunas partes de la plegaria eucarística al diácono, o a un
ministro inferior o a los fieles. La asamblea, sin embargo, no permanece pasiva
e inerte; se une al sacerdote con la fe y el silencio, y manifiesta su adhesión
a través de las diversas intervenciones previstas en el desarrollo de la
plegaria eucarística: las respuestas al diálogo del prefacio, el Sanctus, la aclamación después de la
consagración y el “Amén” final, después del Per
ipsum, que también está reservado al sacerdote. Este “Amén” en particular
ha de resaltarse con el canto, dado que es el “Amén” más importante de toda la
misa” (Inst. Inestimabile donum, 4).
Así
el silencio es el medio de unirse; por su parte, el sacerdote la pronunciará
“con todas sus fuerzas” (S. Justino, I Apol., 66), “al proclamar la plegaria
eucarística, el sacerdote pronuncia claramente el texto, de manera que facilite
a los fieles la comprensión” (Inst. Inestimabile donum, 6).
Nada debe
entorpecer ni acallar la gran prex eucharistica, de acción de gracias y
consagración, donde se renueva sacramentalmente el Sacrificio del Señor.
La manera de
participar, además de arrodillarse durante la consagración, es envolver la
plegaria eucarística de un silencio de adoración y adhesión al Misterio.
"En este momento comienza el centro y la
cumbre de toda la celebración, esto es, la Plegaria Eucarística,
que ciertamente es una oración de acción de gracias y de santificación. El
sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones hacia el Señor, en oración y
en acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración que él dirige en
nombre de toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo.
El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con
Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del
sacrificio. La
Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con
reverencia y con silencio" (IGMR 78).
"La Plegaria Eucarística
por su naturaleza exige que sólo el sacerdote, en virtud de su ordenación, la
profiera. Sin embargo, el pueblo se asocia al sacerdote en la fe y por medio
del silencio, con las intervenciones determinadas en el curso de la Plegaria Eucarística,
que son las respuestas en el diálogo del Prefacio, el Santo, la aclamación
después de la consagración y la aclamación Amén después de la doxología
final" (IGMR 147).
Advertía
el papa Benedicto XVI a los sacerdotes sobre este silencio y la forma de
pronunciar la gran plegaria eucarística:
“Para los fieles es difícil seguir
un texto tan largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso se han
“inventado” siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no
se responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo que
invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por tanto,
las cosas sólo podrán mejorar si la
Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los
debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con
el arte de hablar.
De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística
requiere un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que
implique a los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la
catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios esta
Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos”
(Benedicto XVI, Disc. al clero de Albano, 31-agosto-2006).
Las rúbricas nada dicen ni de
música de fondo, ni de ningún canto de alabanza; tras la consagración de cada
especie, el sacerdote la muestra en adoración al pueblo y luego hace una
genuflexión. Es un silencio de adoración:
Muestra el pan
consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre la patena y lo adora haciendo
genuflexión…
Muestra el
cáliz al pueblo, lo deposita luego sobre el corporal y lo adora haciendo
genuflexión (rúbricas Ordo missae).
Como
explica Ratzinger: “La misma estructura de la liturgia prevé otros momentos de
silencio. En primer lugar está el silencio que hay justo después de la
consagración, cuando se elevan las especies consagradas. Este silencio nos
invita a dirigir la mirada hacia Cristo, a contemplarle desde nuestro interior,
en una mirada que funda el agradecimiento, la adoración y también la súplica
por nuestra propia transformación… A quien participa en la eucaristía con
actitud creyente y orante le estremecerá profundamente este momento en que el
Señor desciende y transforma el pan y el vino, convirtiéndolos en su cuerpo y
en su sangre. No podemos por menos que caer de rodillas y saludar este
acontecimiento. La transubstanciación es el gran momento de la “actio” de Dios
en este mundo, por nosotros. Eleva nuestra mirada y nuestro corazón. En este
instante, el mundo calla, todas las cosas callan, y en ese silencio se realiza
el contacto con el Eterno; por un instante salimos del tiempo y entramos en la
comunión del Dios que está con nosotros”[1].
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