miércoles, 8 de febrero de 2023

Mística del silencio: S. Juan de la Cruz (Silencio - XVI)



Muchas anotaciones se hallan sobre el silencio en san Juan de la Cruz como un elemento pedagógico del proceso interior para vivir una auténtica experiencia de Dios.

           
Para este doctor el silencio tiene una dimensión teologal, de cara a la relación con Dios. Por una parte es fundamental entender que Dios se comunica en el silencio, por iniciativa divina. Es famoso el aviso de S. Juan: “Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (A 2,21), como dirá también en la Subida, texto de sobra conocido: “Porque, en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (2S 22,3). El silencio es acogida de la revelación, recibir a Cristo a mismo. En el silencio, y sólo en el silencio, Dios se expresa a sí mismo.

            En el silencio están contenidos todos los tesoros del saber y del conocer; advierte entonces: “mire aquél infinito saber y aquél secreto escondido: ¡qué paz, qué amor, qué silencio está en aquel pecho divino!” (Av 6,17). La presencia de Dios en el hombre es silenciosa y en silencio se expresa, en “el centro y fondo del alma” y allí mora “secreta y calladamente” (LlB 4,3).

            Dios, sumamente Amado, en Cristo es “música callada, soledad sonora”. Deliciosa es la descripción del Amado que realiza en el Cántico espiritual:

            “Y llama esta música callada porque, como habemos dicho, es inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces; y así, se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio. Y así, dice que su Amado es esta música callada, porque en él se conoce y gusta esta armonía de música espiritual. Y no sólo eso, sino que también es “la soledad sonora”.
            Lo cual es casi lo mismo que la música callada, porque, aunque aquella música es callada cuanto a los sentidos y potencias naturales, es soledad muy sonora para las potencias espirituales; porque, estando ellas solas y vacías de todas las formas y aprehensiones naturales, pueden recibir bien el sentido espiritual sonorísimamente en el espíritu de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas…
            Y por cuanto el alma recibe esta sonora música, no sin soledad y enajenación de todas las cosas exteriores, la llama “la música callada y la soledad sonora”, la cual dice que es su Amado” (CB 14,25-26.27).


            El hombre debe mantenerse en “paz y silencio espiritual” (LlB 3,66), porque “lo que Dios obra en el alma… es en silencio” (LlB 3,67). Así se produce esta “callada comunicación” (LlB 3,40) que se realiza “en aquel sosiego y silencio de la noche” (CB 14,25). Dios actúa en el silencio: “bienes espirituales que Dios por sólo infusión suya, pone en el alma pasiva y secretamente, en el silencio” (N2, 14,1).

            En la contemplación, así como en la liturgia, Dios se da en el silencio y en el silencio se comunica, mientras que el aturdimiento, el verbalismo, el ruido, impiden esa contemplación; ésta es una “inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces; y así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio” (CB 14,25), de forma que Dios se comunica “sólo en soledad de todas las formas, interiormente, con sosiego sabroso… porque su conocimiento es en silencio divino” (Av 1,28) y la misma contemplación es “sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras…, como en silencio y quietud…, enseña Dios ocultísima y secretamente al alma sin saber ella cómo” (CB 39,12).

            La comunicación de Dios exige silencio, por tanto, la oración exige silencio y la misma liturgia, igualmente, exige también silencio: “no es posible que esta altísima sabiduría y lenguaje de Dios, cual es esta contemplación, se pueda recibir menos que en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias discursivas” (LlB 3,37). El hombre debe poder confesar y reconocer: “allegarme he con silencio yo a ti” (Av 6,2).

            Asimismo, Dios al comunicarse, deja en silencio todo, pacifica de un modo suave y dulce, por lo que el silencio es un efecto también del paso de Dios. “Se siente el alma poner en silencio y escucha” (LlB 3,35), porque Dios pone “en sueño y silencio” (N2, 24,3) todos los apetitos y potencias del alma. Así, muchas de estas comunicaciones de Dios provocan “gran pausa y silencio” (N2, 23,4), dejando al alma gozar de un silencio que envuelve y una paz que se saborea: “gustando de la ociosidad de la paz y silencio espiritual en que Dios la estaba de secreto poniendo a gesto” (LlB 3,66). Esta misma experiencia se siente cuando se ha vivido de modo activo, pleno, piadoso, fructuoso, una liturgia bien celebrada, con unción, solemne, fiel a los libros litúrgicos. Queda el alma en paz y silencio sabrosos porque ha gustado del Misterio de Dios en una liturgia así. Y si no se da esto como fruto, sino nerviosismo, agitación, dispersión, etc., habrá que dudar de una liturgia así, “porque lo que no engendra humildad… y silencio, ¿qué puede ser?” (S2, 29,5).

            Tanto la contemplación como una liturgia santa, bien celebrada, espiritual, van recogiéndonos en lo interior; se quitan las ganas y la voluntad de cualquier distracción, cualquier ruido, cualquier frivolidad. En la liturgia bien celebrada, se experimenta algo interior que va centrando el corazón: “luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquier conversación” (Cta. 22-11-1587); “la tiran de dentro”: no es un silencio impuesto desde fura, sino una exigencia interior, fruto de la presencia y de la acción de Dios. Es Dios que “tira de dentro”: pide vivir la santa liturgia con interioridad y sin ruidos, voces, canto o música atronadores, ritmo celebrativo precipitado, etc…

            El silencio es imprescindible para oír la Palabra de Dios, ¡y cuánto más en la santa liturgia!: “como dice el Sabio, las palabras de la Sabiduría, óyense en silencio” (LlB 3,67), ya que es una Palabra “que habla en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Av 2,21).

            “El hablar distrae” (Cta. 22-11-1587) y sin duda el verbalismo en la liturgia no hace bien, sino mal. “Saber callar”, en todo, es una “grande sabiduría” (Av 2,29), incluso en la misma liturgia.

            El silencio da hondura al alma, es necesidad vital. San Juan de la Cruz lo recomienda insistentemente, de un modo u otro, para vivir en unión constante con Dios: “traer el alma pura y entera en Dios” (Ca 9), “silencio y continuo trato con Dios” (Av 2,38), “olvidada de todo, more en su recogimiento con el Esposo” (Av 2,14), “el alma contemplativa… ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra otra compañía de otra criatura… ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo” (Av 2,41).

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