En estrecha relación con lo anterior, la imagen del fuego,
en cuanto columna, que se mueve con vida propia, refleja el poder y la gloria
del Señor, su presencia.
Ezequiel ve la visión del Carro de Yahvé, al inicio de su
libro, y es descrito como fuego: "Yo miré: vi un viento huracanado...
una gran nube de fuego" (Ez 1,4). Solamente recoge una tradición ya
muy antigua en las Escrituras que podemos hallar, incluso, en la literatura
patriarcal.
El Señor realiza un pacto con Abraham, y se compromete el Señor a
realizar sus promesas mediante el pacto hecho con víctimas partidas por la
mitad, entonces "puesto ya el sol, surgió en medio de densas tinieblas
un horno humeante y una antorcha de fuego que pasó por entre aquellos animales
partidos" (Gn 15,17): era el paso del mismo Señor.
El fuego es un elemento teofánico que revela la potencia y
majestad del Señor; por eso, aparece en la cumbre del monte en diversos
momentos. El primero en la revelación de Yahvé a Moisés: "El Ángel de
Yahvé se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que
la zarza estaba ardiendo, pero que no se consumía" (Ex 3,2); saldrá de
nuevo esta imagen del fuego en el Sinaí, cuando Dios, en su majestad, se
manifiesta a su pueblo estableciendo una Alianza fundante de Israel: "La
gloria de Yahvé aparecía a la vista de los hijos de Israel como fuego devorador
sobre la cumbre del monte" (Ex 24,17), por tal razón siempre se
recordará que "Yahvé os habló entonces de en medio del fuego"
(Dt 4,12), manifestándose en la majestad de su gloria.
El fuego será también el signo de la presencia futura del
Señor, en poder y majestad, al final de los tiempos. Es la lectura
quasi-apocalíptica de Isaías y del Deuteroisaías: "Hará Yahvé oír la
majestad de su voz, y dejará ver cómo descarga su brazo con ira inflamada y
llama de fuego devorador" (Is 30,30), y "He aquí que Yahvé en
fuego viene y como torbellino sus carros" (Is 66,15).
Fuego-gloria-santidad es un trinomio que vemos aparecer en
las Escrituras; la gloria de Dios es la santidad de Dios, una santidad que
purifica todo aquello que sea impuro mediante el fuego, que acepta los
holocaustos de su pueblo devorándolos con fuego bajado del cielo. El fuego
reflejará la santidad de Dios (y como trasfondo, el esquema litúrgico-cultual
de Israel). "Salió fuego de la presencia de Yahvé que consumió el
holocausto" (Lv 9,24), significando así la aceptación del sacrificio
por el Santo de Israel; ésta es una constante que se irá repitiendo a lo largo
de la Escritura:
Dios, presente en la acción cultual, acepta y santifica el sacrificio: "salió
fuego de la roca, consumió la carne y las tortas, y el Ángel de Yahvé
desapareció de su vista" (Jue 6,21), "bajó fuego del cielo que
devoró el holocausto y los sacrificios; y la Gloria de Yahvé llenó la Casa" (2Cro 7,1).
En el NT, se usará el lenguaje del fuego como signo
teofánico. La alusión más clara, a la cual damos una interpretación de tipo
alegórico, es la exclamación "he venido a traer fuego sobre la tierra y
¡cuánto desearía que ya estuviera encendido" (Lc 12,49), pudiendo
hacer alusión a la presencia del reino de Dios, Dios mismo, que quiere hacerse
ya visible realmente en medio del mundo o, tal vez, al Espíritu Santo como
fuego. En todo caso, es signo de presencia divina que se revela plenamente en
la cruz, donde entrega el Espíritu (que también es descrito como fuego)[1].
"Nuestro Dios es un fuego
devorador" (Hb 12,29) es una descripción del Dios santo que purifica y consume
atrayendo todo y todos hacia sí. Es el lenguaje más apto para definir al
Espíritu Santo, de ahí que el relato de Pentecostés describa que "se
aparecieron unas lenguas como de fuego" (Hch 2,3), puesto que es signo
palpable de la presencia y gloria de Dios. Toda la Tradición de la Iglesia hablará del
Espíritu como fuego[2].
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