lunes, 16 de marzo de 2020

Un gran amor eclesial (Palabras sobre la santidad - LXXXIII)



            Sólo el espíritu maligno puede proferir amenazas y agravios a la Iglesia; su boca perversa insulta y denosta a la Iglesia constantemente, con ferocidad, movido por la rabia de ver que no puede aniquilarla, por mucho daño que le haga. Con tal odio a la Iglesia, se hace incapaz de ver lo bueno y hermoso de la Iglesia, le es contrario, y sólo puede atacar los pecados de los hijos de la Iglesia, que exagera y hace bien visibles. Pero esto es acción del diablo en su batalla.



            Ni mucho menos los santos actúan así, ni recelan de la Iglesia, ni la atacan, ni la ridiculizan, ni hablan mal de ella desconfiando de todo lo que la Iglesia hace o dice. El amor a la Iglesia es nota común de los santos, un amor que siempre crece al descubrir nuevas realidades de Iglesia, al palpar su vida evangelizadora, al percibir la belleza de su misterio y las almas, ocultas y sencillas, que viven santificándose. ¡Cuántos hoy, dándoselas de profetas y hombres libres, pseudo-teólogos, no hacen sino atacar a la Iglesia! Ponen así en evidencia qué espíritu los mueve y cuán lejos están de la santidad aunque ellos se crean profetas de vanguardia.

            La Iglesia es santa. ¡Qué realidad tan consoladora! La Iglesia es santa por su naturaleza, y en ella, sus hijos están llamados a plasmar esa santidad en sus vidas.


            “Bellísima expresión porque es como resumen de las cuatro causas esenciales de las que la Iglesia toma su vida trascendente: por la causa eficiente la Iglesia es apostólica; por la causa formal la Iglesia se define una; por la causa material es católica, y por la causa final debemos llamar santa a la Iglesia.

            Esto, conceptualmente, está bien. Pero cuando se habla, como lo hacemos hoy con vosotros, de santidad de la Iglesia, surge en muchos espíritus reflexivos una objeción desconcertante, y es ésta: ¿No es exagerado reconocer de hecho la santidad de la Iglesia cuando muchos, más aún, cuando todos sus miembros que viven en el tiempo, en la tierra, se llaman, o mejor aún, se deben llamar pecadores?, ¿y cuando la santidad de los rarísimos fieles declarados “santos” por la Iglesia, están ya fuera de este mundo, están en el paraíso, han hecho milagros, y su canonización, es decir, el reconocimiento oficial de su santidad, exige un examen, una comprobación tan difícil y larga por parte de las autoridades competentes de la misma Iglesia?

            La objeción comporta muchas, pero fáciles respuestas. Y la primera es ésta. Llamar santa a la Iglesia quiere decir, ante todo, que tiene una relación esencial con Cristo mediador entre Dios y los hombres y causa meritoria de su salvación; y esta mediación está, como ministerio, en las manos de la Iglesia, que es santa porque es santificante, no por virtud propia, mas en virtud de la fe y de la gracia, de las que ella es dispensadora y maestra.

            En segundo lugar, debemos llamar santa a la Iglesia porque todos sus miembros han sido santificados por el bautismo y luego por los demás sacramentos y, más todavía, por el Espíritu Santo que es como la respiración divina que ella, la Iglesia, ofrece continuamente a sus hijos, instruyéndolos en la fe y exhortándolos a una conducta conforme a la ley divina y natural, es decir, a esa justicia que, prescindiendo de los signos prodigiosos y carismáticos donados a algunos fieles, debe marcar y calificar la vida de cada uno de los cristianos a quienes en el lenguaje primitivo de la Iglesia se les llamaba santos.

            Y, en fin, reconoceremos con entusiasmo este título extraordinario de santa a la Iglesia porque, más que referirse a cada uno de sus miembros, caracteriza su función en el tiempo, que es la de santificar, y establece la meta hacia la que está dirigida la fatigosa peregrinación en el tiempo, meta que es precisamente la santidad de los fieles, admitidos por la misericordia divina a su santísima posesión final.

            Y recordemos que cada uno de nosotros está llamado a esa honradez de vida, a esa religiosidad de espíritu que se puede llamar santidad de vida y que, en resumidas cuentas, como nos enseña la teología de Santo Tomás, reclama de nosotros pureza de costumbres y firmeza de voluntad” (Pablo VI, Audiencia general, 17-agosto-1977).

            Los santos, en sus vidas, atisbaron bien el misterio de la Iglesia. Captaron el tesoro de santidad que albergaba la Iglesia y la amaron, la amaron tiernamente y con la entrega de su propia vida. Y aunque sabían de las debilidades y pecados de los hijos de la Iglesia, y ellos mismos experimentaban esa fragilidad, amaron no obstante a la Iglesia, y su forma de amar se tradujo en una convencimiento: ser santo para bien de la Iglesia, ser santo para no provocar mancha ni arruga en la Esposa de Cristo, ser santo para no desgarrar con más pecados la túnica inconsútil de Cristo, su Iglesia. Porque la amaron, quisieron ser santos. Porque la amaron, trabajaron por la Iglesia. Porque la amaron, fueron obedientes y se dejaron modelar por la Iglesia.

            ¡Qué distinto del falso profeta, del teólogo moderno de vanguardia, lleno de resentimiento y crítica a la Iglesia! ¡Qué distinto de aquellos que miran a la Iglesia y la valoran con los ojos de la carne, con la mentalidad del mundo! Los santos, está claro, actúan de otro modo.

1 comentario:

  1. Sí padre, qué triste oìr de boca del Papa que la Iglesia es santa y pecadora...

    Cuando en una entradica como esta queda claro que la Iglesia sñolo es Santa.
    Abrazos fraternos.

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