miércoles, 21 de febrero de 2018

Humildad y verdad

La Verdad os hará libres (Jn 8,32), señala Cristo, Él que es la Verdad. La Verdad nos hará libres mientras que la mentira hace esclavos e hijos del padre de la mentira.


La Verdad es liberadora, la mentira es esclavizadora. Y la verdad de nosotros mismos es nuestra pobreza, nuestro vacío, nuestro pecado, nuestro ser pequeño. La mentira, soberbia, nos esclaviza incluso a nosotros mismos pretendiendo ser y aparentar lo que no somos.

La Verdad es liberadora y nos hace libres. Por eso, y siempre, la humildad es andar en verdad, reconociendo la verdad de lo que somos. El humilde no teme a la Verdad porque nada tiene que ocultar. El soberbio se horroriza ante la Verdad y prefiere la tiniebla a la luz para que no se vean sus obras.

El humilde nada tiene que esconder, nada que disimular. Su ámbito es la luz. Así lo explicaba santa Teresa en las Moradas del castillo interior:


"Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante ­a mi parecer sin considerarlo, sino de presto­ esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad [8], que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira.
A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. Plega a Dios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propio conocimiento, amén" (6M 10,7).

Demos más pasos para comprender la relación entre la humildad, la Verdad y nuestra propia libertad interior.

"La humildad liberadora

En cada momento, la humildad nos dilata. Llevando a la luz del día lo que quisiéramos guardar a nosotros mismos secreto en la penumbra y en el desconfiado cuarto trastero de nuestro orgullo, nos libera. Nos libra de las dudas, vacilaciones y tergiversaciones en que se complace y se disgusta sin fin el hombre que cree estar seguro de sí. Nos libra de la tarea siempre recomenzada de medir nuestras fuerzas y nuestras debilidades, nos prohibe medir hasta donde podemos presumir de nuestros poderes. A aquel que sabe, una vez por todas y todas las veces por una, que no puede nada, todo le es ya posible.

El humilde quema todos sus libros de cuentas riéndose de haberlos podido tomar en serio, y parte sin volver. La aventura sola es segura, la aventura de la humildad en el rostro de la aurora. Ya no está preocupada, porque no hay nada en ella que deba preverse, nada ya de lo que ella deba precaverse -si de verdad lo ha dejado todo. Porque la humilde pobreza tiene su felicidad en el presente. Aquellos que lloran serán consolados, pero en este momento sólo tienen el espejo de sus lágrimas para ver brillar en él la promesa. Aquellos que tienen hambre y sed de justicia serán saciados, pero en este momento no saben de la justicia más que el sonido lacerante del plazo, y este hueco, en su corazón, como una huella de lo que vendrá.

Si para las otras virtudes, "la promesa está indicada para el futuro", en cambio, "a la pobreza, se le está tanto prometida como dada". El reino de los cielos es para ella -si verdaderamente lo ha dejado todo. Quien todo lo ha dejado, no tiene nada que perder, nada de él en lo que pueda perderse, nada en él que pueda perderlo.

No duda más, porque nada le pertenece más que lo que le ha sido dado a medida que avanza, que el espacio mismo delante de él donde su vida camina desprendida. Aquel que calcula puede siempre tropezarse, aquel que traza planes y no deja que entre en ellos lo imprevisto que le desbarata: la inseguridad acompaña su seguridad como una sombra, como su sombra silenciosa y fatal.

Pero el humilde no preve nada, porque todo lo que podía ver de lo que existe, ya lo ha visto, y ha dejado de preocuparse de ello. ¿Cómo temería lo imprevisto, a él cuyo imprevisto de la gracia es el elemento?

Es porque la aventura de la humildad es la única seguridad de que la humildad tiene tanta audacia, una audacia que hace estremecer a los grandes, y a veces los despoja de su sede. "Aún menos se habitúa a presumir de su fuerza propia, incluso en las cosas más pequeñas, y tanto más se tenga, en los grandes, confianza en la fuerza divina".  Para san Bernardo, la humildad va, por la gracia de Dios, a la par con la magnanimidad. Dios da una magnanimidad que no convierte en arrogante, y una humildad que no convierte en pusilánime. La Virgen es en esto un modelo.

Sin duda el humilde no busca su grandeza y toma, como Dios mismo, su alegría de lo que es bien poco. Pero no esto no significa que la humildad sea exclusiva de la grandeza, la única que hace madurar los grandes designios, dejándolos crecer en la grandeza de Dios. Para escatimar, hace falta siempre alguna riqueza; para ser mezquino, hace falta siempre algún orgullo; para ser temeroso, hace falta algún afecto de sí. Arrancado de sí mismo, el humilde tiene ya el campo libre para todo lo que es grande, demasiado grande para él. Lo que es demasiado grande para el hombre, Dios puede alcanzarlo a los humildes, porque sólo ellos son lo que no se apoyan en sus fuerzas.

Con un solo movimiento, la humildad se desprende de los peligros contrarios de la timidez y de la temeridad. San Bernardo lo muestra tratando de la oración: "La oración tímida no penetra en el cielo, porque el temor inmoderado restringe el espíritu, de manera que la oración no puede, no diría elevarse, sino incluso avanzar... La oración temeraria se eleva, pero recae para atrás... Pero la oración que habrá sido fiel, humilde y ferviente penetrará sin ninguna duda en el cielo, y es seguro que no puede volver sin haber obtenido nada". 

No es que la humildad en la oración sea, como la virtud aristotélica, un medio entre dos vicios opuestos, a igual distancia de la timidez y de la temeridad. Éstas suponen que una y otra tengan en la oración un cuidado excesivo de sí, demasiada atención a sí mismo. Considera su propio mérito y su propia fuerza, como si nos otorgasen un derecho sobre Dios, y tenemos la oración temeraria, que es rechaza con la intensidad misma de su impulso. Considera su propio demérito y su propia debilidad, que nos hace tomar como medida de la misericordia divina la estrechez de nuestro propio corazón, y tenemos la oración tímida, que la conciencia del pecado encierra con doble candado en sí misma, en lugar de lanzarla hacia Dios yendo tanto más cuanto que sabe que se lo debe todo a la gracia, y nada a sí misma. 

La humildad no elige, así pues, una vía media, sino que escapa al repliegue sobre sí, que crea la timidez tanto como la temeridad. Es precisamente por lo que la humildad nos revela lo que somos de verdad, que libera nuestra mirada para Dios, que la hace derecha y abierta, no retrasándose más por sus propias seducciones en la conciencia. Y dejándonos a nosotros mismos, podemos de verdad abandonarnos por completo a Dios, sin reserva ni retorno"

(CHRÉTIEN, J-L., L'humilité selon saint Bernard, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 123-125).

1 comentario:

  1. Humilde, pegado a la tierra, dependiente de Dios. Para nuestro mundo, para la vida de los seres humanos (seres en relación) la humildad es cada vez más necesaria.

    ResponderEliminar