lunes, 26 de febrero de 2018

En el estado de vida sacerdotal (Palabras sobre la santidad - LII)

El ejercicio del ministerio sacerdotal es objetivo, es decir, independientemente de la santidad personal del sacerdote, la gracia fluye por sus manos en favor de los cristianos. La gracia de los sacramentos no está supeditada a la dignidad y santidad personal del ministro, sino a la objetividad de la acción de Cristo a través del ministro ordenado.


En ese sentido siempre hay que tener claro aquello que escribiera y predicara san Agustín frente a la herejía donatista:  "Si bautiza Pedro, es Cristo quien bautiza; si bautiza Pablo, es Cristo quien bautiza; y si bautiza Judas, siempre es Cristo quien bautiza" (In Ioh. ev. 6,7). Por eso el Catecismo explica:

"Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (cf Concilio de Trento: DS 1612; 1154). San Agustín lo dice con firmeza:
«En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil [...] En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha» (In Iohannis evangelium tractatus 5, 15)" (CAT 1584).

Sin embargo, evidentemente, siempre será mejor y más deseable la santidad personal del ministro ordenado: "la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20)" (PO 12), enseña el Concilio Vaticano II.

¿Cómo es santo un sacerdote o un obispo?
¿En qué consistirá su santidad?
¿Debe copiar modos específicos de los monjes, o de los religiosos, o tal vez parecerse al laicado inserto en el mundo secular?

El estado de vida sacerdotal en la Iglesia está llamado a la santidad en ese modo específico que es vivir el ministerio sacerdotal; pero es irrenunciable esa llamada a la santidad para sacerdotes y obispos:

"No debemos admitir duda alguna sobre la intrínseca exigencia de perfección moral y espiritual postulada por el sacerdocio..., sobre el esfuerzo moral que solemos traducir con una sencilla, pero densa palabra: la santidad" (Pablo VI, Discurso a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma, 21-febrero-1966).

Establecido este principio, indudable, irrefutable, habrá que ver cómo se encarna la santidad en el sacerdocio: es una perfección nueva, es una participación en Cristo, es ser buenos como Cristo es Bueno y con la misma bondad de Cristo para servir a sus hermanos sacerdotalmente:

"Y ahora, venerados hermanos y queridos hijos, nuestro pensamiento debería fijarse en el texto evangélico, ofrecido por la liturgia a nuestra meditación. Solamente nos detendremos, en aras de la brevedad, en una expresión del discurso de Cristo, la primera del pasaje de hoy: “Si vuestra justicia no fuera mayor...” (Mt 5,20), con lo que sigue. Ya conocéis estas palabras, graves como una amenaza, exigentes como un desafío, penetrantes como una vivisección, originales como un programa nuevo de perfección moral. Cristo no se contenta con una justicia puramente formal y externa. Cristo nos quiere buenos, con una virtud que nos transforme interiormente y que nos eduque continuamente en una sinceridad extrema de corazón y de acción.  Si superponemos esta expresión a nuestra vida sacerdotal, ¡qué estímulo, qué intranquilidad por la perfección, por la santidad, engendra en nosotros!" (Pablo VI, Homilía en la ordenación de setenta nuevos sacerdotes para América latina, 3-julio-1966).

Es Cristo mismo quien quiere a sus sacerdotes transformados interiormente, dóciles al Espíritu Santo, buenos de verdad. Esto, de por sí, estimula a desear y buscar la santidad ardientemente.

El sacerdote y el obispo que desee la santidad, vivirá su alma en tensión, sin dejar lugar alguno a mediocridad, a tibieza, a resignarse a su situación actual, y nunca consiente que su ministerio sea rutina, costumbre, teñido de color grisáceo, deviniendo un funcionario correcto pero sin pasión.

El sacerdocio pide santidad, estimula, anima a desearla:

"Pues bien; que no nos asusten, sino que estas severas palabras de Cristo nos den ánimos para hacer de la vida sacerdotal una ecuación progresiva hacia la santidad. El sacerdocio exige y engendra santidad. La justicia que el Señor quiere de nosotros, es la evangélica. Vosotros ya la conocéis. La de la caridad, de la gracia, de la misericordia divina recibida y dispensada. Para que así sea no olvidéis las áureas máximas de vuestra formación: cuidar y alimentar la vida interior antes que cualquier otra cosa. El silencio, la meditación, la oración personal; luego la litúrgica y comunitaria, que nutre a la primera y de ella también se alimenta. Luego saberse conservar inmaculados, incluso inmersos en el diálogo pastoral y profano; para ello la ascética sencilla y viril, que templa el espíritu en el vigor personal, y limpia el alma de los encantos mundanos. Luego saberse dar, en la “diaconía”, en la búsqueda del bien ajeno con sacrificio; la caridad, la caridad, ¿no es la caridad el camino hacia la santidad para el sacerdote destinado al servicio pastoral?" (Pablo VI, Ibíd.).

La santidad del sacerdote está cifrada en la caridad pastoral, en un gran amor de buen pastor, como el amor de Cristo. Su santidad es el ejercicio de este oficio de amor tal como Cristo ama a los suyos y los pastorea;
"desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad" (PO 14).

 Llenos de esa caridad pastoral, los sacerdotes, los ministros ordenados, buscarán ser como Cristo, imitar a Cristo en su intimidad, en su Corazón, en su ser entero:

"Y, finalmente, Cristo. Conocer a Cristo. ¿Quién puede decir que ha conocido suficientemente a Cristo? Imitar a Cristo. ¿No es ésta la norma más elevada y que mejor comprende todos nuestros deberes? Seguir a Cristo, con la obediencia que hace grande al humilde, a donde Él quiera, hasta Getsemaní, hasta el Calvario. Anunciar a Cristo. ¿Hay gozo, honor, mérito mayor que éste? Vivir a Cristo. “Mi vida es Cristo” (Flp 1,21), esto es todo, hermanos e hijos carísimos" (Pablo VI, Homilía en la ordenación de setenta nuevos sacerdotes para América latina, 3-julio-1966).

 La santidad sacerdotal va a ir reflejando la Gloria y la santidad del mismo Cristo, va a ser su presencia, su rostro, su Corazón hoy para sus hermanos. Es "alter Christus", otro Cristo, "ipse Christus", el mismo Cristo para sus hermanos.

Y además, la santidad del sacerdote corresponde a ese amor de predilección con que Cristo lo ha llamado para ser suyo, totalmente suyo, en el seguimiento sacerdotal.

"De aquí una tercera certeza, tal vez angustiosa por ser implacable en sus exigencias, pero muy consoladora: la de la santidad que debe dar  estilo a la vida de un hombre a quien correspondió por un lado ser elegido por Cristo para su ministerio y por otro ser destinado a comunicar a los demás “los misterios de Dios” (cf. 1Co 4,1), no mediante un ministerio impersonal, burocrático, puramente canónico sino mediante un ministerio vivo que sea como la personificación de la palabra predicada, mediante un esfuerzo vital de convertirse en modelo, de hacer verdaderamente “alter Christus”. También esta certeza de estar obligado a la santidad infunde al sacerdote un valor característico; ya no teme ni a sí mismo ni a los otros, libre como está de los lazos de ambiciosos egoísmos y camina humilde e intrépido hacia el cumplimiento de su sacrificio en la imitación del de Cristo hacia la perfección y plenitud de la caridad" (Pablo VI, Exhortación a los párrocos y predicadores cuaresmales, 25-febrero-1968).

Si sacerdotes y obispos buscan y acompañan la santidad de todos los fieles cristianos, en función de su ministerio, ellos igualmente han de ser los primeros en buscarla para ser "forma y modelo del rebaño" (1P 5,3). Para ello, cultivarán la intimidad y la cercanía con Jesucristo especialmente mediante la vida de oración y la liturgia.

"Una orientación espiritual, en primer lugar. Entendemos, ante todo, una orientación espiritual personal. Ninguno, ciertamente, querrá impugnar que nosotros, obispos llamados al ejercicio de la perfección y a la santificación de los demás, tengamos un deber inmanente y permanente de buscar para nosotros mismos la perfección y la santificación. No podemos olvidar las exhortaciones solemnes que nos fueron dirigidas en el acto de nuestra consagración episcopal. No podemos eximirnos de la práctica de una intensa vida interior. No podemos anunciar la palabra de Dios sin haberla meditado en el silencio del alma.  No podemos ser fieles dispensadores de los misterios divinos si no sabemos corroborarlo con el ejemplo de las virtudes cristianas y sacerdotales. 

Estamos muy observados: “Spectaculum facti sumus”. El mundo nos observa hoy de modo particular con relación a la pobreza, a la sencillez de vida, al grado de confianza que ponemos para nuestro uso en los bienes temporales. Nos observan los ángeles en la transparente pureza de nuestro único amor a Cristo, que manifiesta tan luminosamente en la firme y gozosa observancia de nuestro celibato sacerdotal, y la Iglesia observa nuestra fidelidad a la comunión, que hace de todos nosotros uno, y a las leyes que siempre debemos recordar, de su ensambladura visible y orgánica. Dichoso nuestro tiempo atormentado y paradójico, que casi nos obliga a la santidad que corresponde a nuestro oficio, tan representativo y tan responsable, y que nos obliga a recuperar en la contemplación y en la ascética de los ministros del Espíritu santo a aquel íntimo tesoro de personalidad del cual casi nos proyecta fuera la entrega a nuestro oficio, extremadamente acuciante" (Pablo VI, Discurso en la inauguración de la II Conferencia general del episcopado latinoamericano, 23-agosto-1968).

Es, pues, una santidad que brota como exigencia misma del ministerio, y que transcurre y crece en el ejercicio mismo del ministerio sacerdotal, con la caridad pastoral y la unión con Cristo.


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