Antes que unas técnicas pastorales, o incluso de marketing, antes que muchos planes pastorales diseñados en despachos y reuniones, hemos de ir a la fuente y al origen.
¿Cómo nace y qué es una comunidad cristiana? Únicamente reconociendo su origen sobrenatural y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en las almas, podremos acomodar nuestros instrumentos y nuestra colaboración a la verdad objetiva y a la naturaleza de una comunidad parroquial.
Después vendrá el segundo momento: discernir lo que conviene a su naturaleza espiritual y sobrenatural, lo que más se acomoda a esa naturaleza. ¡Y poner manos a la obra!
"3. ¿Pero cómo nace una comunidad?
Lo sabéis: una comunidad no es una realidad que se pueda simplemente organizar.
Comunidad significa comunión. Para que nazca la comunidad no basta el
sacerdote, aunque, como representante del obispo, desempeña un papel esencial.
Se requiere el empeño de todos los parroquianos, cuya contribución es vital. El
Concilio Vaticano II lo ha subrayado con fuerza. Me alegra veros tan
comprometidos, conscientes de la llamada que el Señor os dirige para haceros,
junto con vuestros sacerdotes, constructores de auténticas comunidades. No es,
ciertamente, una empresa fácil. No se trata de una comunidad solamente humana.
La comunidad cristiana es una realidad humano-divina. Nuestra pregunta, cómo
nace una comunidad, encuentra entonces una respuesta precisa y maravillosa: no
nace desde luego por nuestros esfuerzos. Es Cristo mismo quien la suscita. Es
el anuncio de su buena noticia la que reúne a los fieles. El origen y el
principio de la comunidad eclesial es la palabra de Dios anunciada, escuchada,
meditada y puesta luego en contacto con las mil situaciones de cada día, con el
fin de “aplicar la perenne verdad a las circunstancias concretas de la vida”
(LG 32-33. 26; AA, 2-3; PO, 2. 4).
No basta, en efecto, escuchar la
Palabra, no basta anunciarla, hay que vivirla. Sé que os reunís en vuestras
comunidades parroquiales en pequeños grupos en los que profundizáis en la
palabra de Dios, también mediante el intercambio de las experiencias vividas.
Esto es ya un modo de descubrir la dimensión comunitaria de la buena nueva. Sin
embargo, poned esta experiencia al servicio de vuestros hermanos y de vuestras
hermanas. Convertíos en constructores de comunidades en las que, con el ejemplo
de la primera comunidad, se vive y actúa la Palabra (cf. Hch 6,7; 12,24).
4. La comunidad cristiana, así
pues, nace de la Palabra, pero tiene por centro y culmen la celebración de la
Eucaristía. Mediante la Eucaristía ahonda sus raíces en el misterio del Cristo
pascual y, mediante él, en la comunión misma de las tres divinas Personas.
¡Ésta es la abismal profundidad de la vida de una comunidad cristiana! Éste es
el significado de las celebraciones litúrgicas: ellas nos muestra el corazón de
la vida de Dios; en ellas encontramos a Cristo que, muerto y resucitado, vive
entre nosotros.
¿Y no es éste uno de los ejes
cardinales de la espiritualidad que os propone el Movimiento de los Focolares:
el amor a Jesús crucificado y abandonado? Vuestro compromiso, por tanto, no se
funda en motivaciones puramente humanas, sobre un sentimiento pasajero de
entusiasmo. En él, crucificado y resucitado, encontráis la raíz vivificante de
vuestras comunidades y también el camino para hacerla florecer mucho más aún.
En él encontráis el modo de realizar vuestro sacerdocio bautismal.
5. La comunidad cristiana, así
pues, nace de la palabra y ahonda sus raíces en el misterio pascual. Pero hay
un tercer elemento que hace la comunidad: es la caridad efundida en nuestros
corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,5). ¿Qué sería una comunidad sin la
caridad? ¿Qué sería si no actuase lo que el Concilio ha llamado la “ley” del
nuevo pueblo de Dios: el precepto de amar como el mismo Cristo nos ha amado
(cf. LG 9)? ¿Qué sería sin la plena comunión con el propio obispo, con la
Iglesia universal?
Esta caridad, no obstante, debe
hacerse visible. Debe permear y ordenar todos los aspectos de la vida de la
comunidad. La comunión espiritual debe hacerse comunión de toda la dimensión
humana, debe generar una socialidad auténticamente cristiana. Es importante
–como tuve ocasión de subrayar ya en otra ocasión- “que la parroquia se
convierta cada vez más en un centro de agregación humana y cristiana, es decir,
realice una plena dimensión comunitaria” (24-enero-1982). Nuestras comunidades
están llamadas a ser una anticipación de la civilización del amor. Y esto
significa que, con el modelo de las primeras comunidades cristianas, deben
realizar estructuras sociales concebidas con la enseña de la fraternidad, un
estilo de relaciones informadas por el espíritu de paz y del don recíproco, una
solidaridad que sane el cuerpo social, una vida espiritual comunitaria capaz de
unir el amor de Dios y el amor del prójimo.
Sé que en este encuentro estáis
reflexionando sobre todos estos aspectos. Son necesarios para la madurez de una
comunidad y para la eficacia de su testimonio. El mundo de hoy, con frecuencia
alejado de Dios, mira más los hechos que las palabras. Pero Cristo mismo nos
advirtió sobre este camino: “por esto sabrá que sois discípulos míos, si os
amáis unos a otros” (Jn 13,35). La parroquia es un lugar privilegiado para dar
este testimonio, repitiendo en nuestro tiempo el prodigio de las primeras
comunidades, el prodigio de una vida nueva no sólo espiritual sino social e
histórica".
(Juan Pablo II, Disc. a los participantes en el Congreso Internacional del “Movimiento parroquial”[1]
Sábado, 3-mayo-1986).
Este rostro de la parroquia sin duda es interpelante: nos provoca, nos despierta, nos interpela.
El reto es fascinante si lo tomamos en serio.
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