Conocemos de León Bloy una frase lapidaria, que golpea fuerte a la conciencia cristiana: "la única tristeza del mundo es la de no ser santos".
Nuestra vocación es la santidad -¿no lo habremos olvidado?- vivida en el propio estado de vida, como matrimonios, célibes, sacerdotes, religiosos, trabajadores, estudiantes, etc. etc. Nuestra vocación es la santidad.
¿Y nuestra plegaria al Señor? ¿Qué pedirle como un soniquete incansable, como una melodía que modula nuestras súplicas? ¡La santidad! ¡Dame la santidad, Señor!
Así oraba este católico francés, literato, León Bloy, con su esposa y sus hijos, con los amigos a los que acompañó en el camino de la conversión al catolicismo.
"Sólo soy capaz de una oración, de un deseo para los que amo y para mí: ¡Hacednos santos!" (Carta a los Maritain, 16 de enero de 1908).
Nuestra vocación a la santidad debe ser la referencia segura, la brújula, de lo que vivimos, hacemos, somos o soñamos.
Y por esa vocación a la santidad, que ya debe estar grabada a fuego en los corazones, nuestra petición humilde, pero constante, continua, debe ser: "Haznos santos".
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