En
cada época de reforma en la
Iglesia, surge siempre el mismo anhelo: la vivendi
apostolica forma, es decir, adquirir un estilo de vida tan evangélico
que imite la forma de vivir y predicar de los apóstoles. Aparece con los
canónigos regulares en la
Edad Media y vuelve a aparecer en la reforma de Trento.
San
Juan de Ávila es uno de los santos reformadores que vive ese estilo apostólico:
sin bolsa ni dinero, de dos en dos, anunciando, predicando, orando… y es ese
estilo pobre, transparente, desprendido, el que avala y da fuerza a su palabra.
Es
un evangelizador al estilo de los apóstoles, que recorre los pueblos a modo de
misiones populares por los distintos obispados, para predicar. La fuerza de su
testimonio de vida resulta tan importante como sus propias palabras. Y así el
estilo sacerdotal-pastoral se convierte en el refuerzo necesario de toda
palabra, predicación o enseñanza.
Es un estilo sacerdotal para hoy: sin
acumular nada, sin buscar el propio beneficio o interés, viviendo al modo de
las familias sencillas de nuestras parroquias y no permitiéndonos caprichos o
modos de vivir que destaquen o estén por encima de la media de nuestros fieles[1].
La
vivendi apostolica forma dispone para el seguimiento de Cristo en el ejercicio
del sacerdocio, dejándonos llevar por el Señor, situándonos donde el Señor nos
coloque (alto o bajo, en un sitio visible u oculto, de mayor responsabilidad
ante todos o desapercibido y sencillo), rindiendo al máximo y multiplicando los
talentos que Él nos entrega. Pero es incompatible con la aspiración a cargos
mayores, premios, “carrera eclesiástica”. San Juan de Ávila rechaza el obispado
de Segovia, no aspira a ser obispo y no ve, discerniendo que sea ésa la
voluntad del Señor para él, sino las miras humanas simplemente.
Y
una cosa es desear rendir y entregarse a aquello para lo que uno sirve más o es
más útil y otra bien distinta es escalar y aspirar puestos; en palabras del
Papa Benedicto:
"El que sube por otro lado, ese
es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo” (Hom. en las ordenaciones sacerdotales, 7-mayo-2006).
[1] “Eviten todo cuanto pueda alejar de
alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad.
Dispongan su morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el
más pobre, recele frecuentarla” (PO 17)).
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