El
sacerdocio común de los fieles es llamado también sacerdocio bautismal porque
es en los sacramentos de la Iniciación cristiana donde se recibe, originando
una participación nueva, óntica, de todo nuestro ser, en la Persona y misión
del Salvador. En las aguas bautismales nace un pueblo nuevo, ya consagrado al
Señor, pueblo sacerdotal.
El
sacerdocio bautismal nace de nuestra regeneración en Cristo y de la unción con
el Espíritu Santo:
“La señal de la cruz hace reyes a
todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra
sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio,
todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes
del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu
que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que
ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad
en el altar del corazón?” (S. León Magno, Serm. 4,1).
En
ese sentido, destaca la interpretación patrística de la Unción post-bautismal
con el santo Crisma:
“Al salir de la piscina bautismal,
fuiste al sacerdote. Considera lo que vino a continuación. Es lo que dice e
salmista: Es ungüento precioso en la cabeza, que va bajando por la barba, que
baja por la barba de Aarón. Es el ungüento del que dice el Cantar de los
cantares: Tu nombre es como un bálsamo fragante, y de ti se enamorar las
doncellas. ¡Cuántas son hoy las almas renovadas que llenas de amor a ti, Señor
Jesús, te dicen: Arrástranos tras de ti; correremos tras el olor de tus
vestidos, atraídas por el olor de tu resurrección!
Esfuérzate en penetrar el
significado de este rito, porque el sabio lleva los ojos en la cara. Este
ungüento va bajando por la barba, esto es, por tu juventud renovada, y por la
barba de Aarón, porque te convierte en raza elegida, sacerdotal, preciosa.
Todos, en efecto, somos ungidos por la gracia del Espíritu para ser miembros
del reino de Dios y formar parte de su sacerdocio” (S. Ambrosio, De Mist.,
29-30).
“Y sacerdocio real porque
están unidos al cuerpo de aquel que es rey soberano y verdadero sacerdote,
capaz de otorgarles su reino como rey, y de limpiar sus pecados como pontífice
con la oblación de su sangre. Los llama sacerdocio real para que no se
olviden nunca de esperar el reino eterno y de seguir ofreciendo a Dios el
holocausto de una vida intachable” (Beda el Venerable, Com. a la Primera Carta
de san Pedro).
Este
sacerdocio común se destina a ofrecer sacrificios espirituales, y entre estos
sacrificios, destaca la oración; ésta es un sacrificio puro y constante que se
eleva en honor de Dios y que intercede por todos. Así pues, la vida de oración,
tanto en privado como en la oración común y litúrgica es un sacrificio que se
ofrece en razón del sacerdocio bautismal. Será oración espiritual, pura, si va
acompasada con una vida santa, ofrecida a Dios, y con obras buenas, de
misericordia y bondad:
“La oración es el sacrificio espiritual
que abrogó los antiguos sacrificios. ¿Qué me importa el número de vuestros
sacrificios?, dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa
de cebones; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Quién pide
algo de vuestras manos? Lo que Dios desea, nos lo dice el evangelio: Se acerca
la hora, dice, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en
espíritu y verdad. Porque Dios es espíritu, y desea un culto espiritual.
Nosotros somos, pues, verdaderos
adoradores y verdaderos sacerdotes cuando oramos en espíritu y ofrecemos a Dios
nuestra oración como aquella víctima propia de Dios y acepta a sus ojos.
Esta víctima, ofrecida del fondo de
nuestro corazón, nacida de la fe, nutrida con la verdad, intacta y sin defecto,
integra y pura, coronada por el amor, hemos de presentarla ante el altar de
Dios, entre salmos e himnos, acompañada del cortejo de nuestras buenas obras, y
ella nos alcanzará de Dios todos los bienes” (Tertuliano, De orat., 28).
Por el sacerdocio eterno de Jesucristo, del cual
participamos, ofrecemos nuestra oración al Padre por su medio. La oración no es
un sentimiento privado ni un desahogo momentáneo, sino una plegaria que se
desarrolla en comunión con Cristo, y se eleva a Dios por el sacerdocio de Cristo,
nuestro Mediador e Intercesor. Por eso orar es un ejercicio del sacerdocio
común que se ejerce en virtud de la unión con Cristo Sacerdote; orar “sin
cesar” (1Ts 5,17), “sed asiduos en la oración” (Rm 12,9), es misión y oficio de
los bautizados por su sacerdocio.
“Teniendo ante sus ojos este oficio
sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: Por su medio, ofrezcamos continuamente a
Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan
su nombre. Por él, pues, ofrecemos el sacrificio de nuestra alabanza y oración,
ya que por su muerte fuimos reconciliados cuando éramos todavía enemigos. Por
él, que se dignó hacerse sacrificio por nosotros, puede nuestro sacrificio ser
agradable en la presencia de Dios. Por esto, nos exhorta san Pedro: También
vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del
Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales
que Dios acepta por Jesucristo. Por este motivo, decimos a Dios Padre: «Por
nuestro Señor Jesucristo»” (S. Fulgencio de Ruspe, Carta 14,36).
Pero igualmente es oficio sacerdotal el sacrificar, el
ofrecer el sacrificio. En el Antiguo Testamento, de pie, el sacerdote ofrecía
víctimas en el altar del Templo; Cristo de pie en la cruz, “elevado”, “levantado
sobre la tierra”, ofreció como Sacerdote el sacrificio de sí mismo. Ahora los
bautizados, unidos a Cristo en la Cruz, también ofrecen como sacerdotes, no ya
víctimas y animales, sino se ofrecen a sí mismos junto con Cristo
(especialmente en la Eucaristía), ofrecen su corazón y el ejercicio de las
virtudes cristianas, del trabajo, de las obras. Propio del sacerdote es
sacrificar y ofrecer y ahora, por el sacerdocio bautismal, es propio de nuestra
vida sacrificar y ofrecer oblaciones espirituales y santas.
Entregamos nuestro corazón con la confesión de nuestros
pecados y el reconocimiento de su misericordia y esa ofrenda de nuestro corazón
contrito, humillado, amasado con lágrimas de expiación, es sacrificio santo:
“Si te ofreciera un holocausto -
dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin
sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que
has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta
las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata
a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar” (S. Agustín, Serm. 19,3).
El
mejor y más alto sacrificio es unirse a Cristo Sacerdote, entregándose a Dios,
ofreciéndose a Él, para que Él tome de nosotros lo que le plazca, sin
reservarnos nada.
“Sacrifiquemos no jóvenes terneros
ni corderos con cuernos y uñas, más muertos que vivos y desprovistos de
inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de alabanza sobre
el altar del cielo, unidos a los coros celestiales. Atravesemos la primera
cortina, avancemos hasta la segunda y dirijamos nuestras miradas al Santísimo.
Yo diría aún más: inmolémonos
nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas
nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su
Pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre,
subamos decididamente a su cruz” (S, Gregorio Nacianceno, Serm. 45,23-24).
" El mejor y más alto sacrificio es unirse a Cristo Sacerdote, entregándose a Dios, ofreciéndose a Él, para que Él tome de nosotros lo que le plazca, sin reservarnos nada.", nos dice la entrada. Jesús, a demás de ofrecer sacrificio de alabanza y oración, ofreció como Sacerdote el sacrificio de sí mismo. Así debemos hacer nosotros.
ResponderEliminarQue el Señor Jesús sea nuestra vida (de las Preces de Laudes).