sábado, 29 de abril de 2017

Teología de la oración (e incluso mística)

Un católico es un orante en razón de su bautismo. Tal es el sentido del sacerdocio real que se nos dio en el Bautismo. En el mejor sentido de la palabra, la oración es un "deber", una suavísima obligación.

Todos orantes, alabando, adorando e intercediendo, porque el bautismo nos ha consagrado como miembros de un pueblo sacerdotal.

La oración es misión e igualmente acción apostólica, verdadero apostolado, ya que llegamos adonde nuestras palabras o acciones no llegarían. Y si nos falta espíritu de oración, y si carecemos de tiempo real para la oración, sin duda ya el apostolado que podamos hacer se estará resintiendo, y nuestro testimonio ya se estará empobreciendo.

No es un deseo piadoso el que aquí, en esta catequesis, estamos manifestando: es apuntar al centro vital, al camino que toca recorrer, a aquello que da cohesión y vida sobrenatural:

"Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración... En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas" (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 32).

Es imprescindible que, de mil maneras distintas, cada comunidad cristiana, parroquia, asociación de fieles, etc, sea una comunidad de oración, que inicie y eduque en la oración y que favorezca los espacios y los tiempos para orar.

Quien ora, y ora de verdad, pasando por noches y oscuridad, por distracciones y perverancia, irá progresando en la unión con Dios y viviendo más de fe, esperanza y caridad. Es decir, la vida mística (que no hay que identificar con los fenómenos extraordinarios: visiones, locuciones, etc.), la verdadera vida mística irá desarrollándose. Ya lo dijimos en otra ocasión: una hora de oración vale más que tanto activismo, y la mística, en el fondo, es para todos.

A este punto nos vamos a ir dedicando.

"La oración es un camino hacia Dios: la vida de los místicos atestigua esta pedagogía divina que conduce de la meditación a la contemplación, experiencia inmediata de Dios en la unión, donde el orante es despojado de todo para recibir la vida divina.

En general, la oración envuelve todas las actividades de nuestra vida por las que, reconociendo y aceptando que somos de Dios, nos dirigimos a Él. El motivo más fundamental de la oración consiste entonces en reconocer que, en cuanto criaturas de Dios, le pertenecemos completamente y que, por consiguiente, le debemos todo nuestro ser y nuestro tener. A causa de esto precisamente la oración es un acto de religión.

El primer acto que se deriva directamente de este reconocimiento es una voluntad dispuesta a seguir en todas las cosas la voluntad de Dios. A este acto, santo Tomás lo llama la devoción, sentido primero y propio de esta palabra. El hombre verdaderamente devoto, consciente de su dependencia completa de Dios mismo, le responde por una actitud de afecto incondicional y dedica su vida entera al cumplimiento de su santa voluntad. De ello se sigue una comunión de vida cor ad cor. Lo que hacemos entonces en esta relación de comunión es "orar", en el sentido pleno de esta palabra.


La actitud fundamental de aquel que ora es una actitud universal de petición o de invocación. Porque, para hablar como santa Catalina de Siena, la relación entre nosotros y Dios es una relación entre aquel que por sí mismo no es nada y no tiene nada, y Aquel que por sí mismo es todo y tiene de todo para darnos.

Esta petición universal hay que considerarla bajo un doble aspecto.

Primero, todo lo que pedimos para nosotros mismos, por ejemplo nuestro pan cotidiano, se inscribe en una petición general: la de danos la fuerza de cumplir o aceptar sin reserva la voluntad de Dios y esperar la vida eterna. Después, todo lo que le pedimos para una causa cualquiera está envuelto y condicionado por la petición absoluta: "hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo". A partir de esta actitud de abandono confiado se despliega la vida de oración en su totalidad. Aquel que pide y aquel que da, como el acto de pedir y el de recibir, forman juntamente una sola estructura. Porque si dirigimos nuestra atención sobre la grandeza, la bondad y el amor de Aquel que da, nuestro corazón estallará en alabanza de su gloria: "¡Santificado sea tu nombre!"

Si nos damos cuenta de que nosotros no somos más que un don de Dios y que de Él nos vienen todos los dones, le daremos gracias con alegría.

Y si de verdad tomamos conciencia de nuestras infidelidades, sólo con arrepentimiento y un deseo de penitencia imploraremos su perdón: "perdona nuestras ofensas". 

Todos estos momentos de la oración, fundados en la relación única entre Dios y nuestra alma, pasan constantemente del uno al otro".

(WALGRAVE, J-H., L'expérience des mystiques, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 78-79).

1 comentario:

  1. Reitero lo que dice la entrada: "No es un deseo piadoso el que aquí, en esta catequesis, estamos manifestando: es apuntar al centro vital, al camino que toca recorrer, a aquello que da cohesión y vida sobrenatural...una voluntad dispuesta a seguir en todas las cosas la voluntad de Dios"

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