Sabemos, y lo hemos experimentado, que la vida de oración atraviesa por fases o etapas en su crecimiento. Es natural.
Desde los primeros grados de purificación-iluminación-unión, o de principiantes-proficientes-perfectos, hasta un análisis más pormenorizado del progreso en la vida interior que desarrolla Santa Teresa en el libro de la Vida (las cuatro formas de coger el agua y regar, cap. 11-21) o las siete moradas del Castillo interior, con muchas estancias arriba y abajo, de manera que cada uno recorre su peculiar camino que sólo es comparable con el de otro a grandes rasgos o etapas.
Normalmente, se comienza la vida de oración por medio de oraciones vocales, y sólo por oraciones vocales, hasta avanzar y descubrir la meditación, en que un libro o una representación nos ayuda a considerar las verdades cristianas, ahondar en ellas, asimilarlas vitalmente, hasta pasar a una oración más interior, de trato de amistad con Cristo, diálogo y adoración...
Desde luego, y para todos, se requiere una "determinada determinación", es decir, emprender el camino de la oración con una firme decisión y jamás detenerse ni salirse del camino.
La teología de la oración, que en definitiva es una teología de la gracia y de la libertad, de la revelación y de la obediencia, se desarrolla en etapas que evolucionan casi sin darnos cuenta, y hemos de estar atentos a los signos que el Espíritu Santo nos va dando en la oración, para no aferrarnos a "ningún método" ni "fórmula", sino dejarnos guiar.
"La oración consiste en elevar su espíritu hacia Dios por el conocimiento, el amor y la admiración, ascensus mentis ad Deum, como santo Tomás decía más arriba con Juan Damasceno. Si esto es así, debe ser verdad que, siguiendo la naturaleza misma del hombre, y en conformidad con el carácter "económico" y "pedagógico" del método que sigue la Providencia divina, nuestro movimiento ascendente hacia Dios debe realizarse normalmente por etapas sucesivas. Es, además, un hecho de experiencia indiscutible.
Está primero la oración ocasional que todo cristiano aprende ordinariamente en una sociedad cristiana. Esta oración podría ser y quedar como una simple participación en la oración en común, con la Iglesia en su culto litúrgico, seguida en las diferentes formas de reunión religiosa, fijas o intermitentes, entre las que ésta completamente natural de la familia cristiana es de lejos la fundamental. Hay también habítos de orar en ciertas ocasiones diarias: mañana y tarde, comida, al trabajar, decisión importante. Por último, no olvidemos el grito espontáneo del corazón en circunstancias de felicidad o desgracia inesperadas, etc. Esto ya se aproxima a una cierta vida marcada por la oración, pero la verdadera vida de oración comienza en el momento en que se aplica a ella por ella misma, para buscar a Dios con su corazón, como un sabio se aplica a sus investigaciones y a sus estudios.
Son posibles varias formas: dejarse guiar por un libro de oraciones, escuchar la palabra de Dios en la Esucritura para dejarla hablar al corazón, tomarse un tiempo para expresar delante de Dios por intervalos los sentimientos que esta palabra despierta en nuestra naturaleza emocional y sobre todo nuestros deseos de agradarle y de ponernos a su servicio. Se deja también dejar hablar en su corazón los gestos y los testimonios de los santos para impregnarnos de sus lecciones y de sus disposiciones ejemplares. Se puede, finalmente, como san Francisco de Asís, contemplar las bellezas de la naturaleza para extasiarse en alabanzas de gloria y de gratitud hacia la belleza eterna que se nos revela en la majestad y la amabilidad de sus obras.
Meditación
En todas estas formas de vida piadosa hay ya momentos de meditación. Pero la meditación en sentido estricto es un ejercicio espiritual al que uno se entrga con una cierta regularidad, haciendo silencio en el corazón para abrirse cuanto sea posible a lo que la palabra o el objeto meditado tiene que decirnos sobre Dios y sobre nuestra relación con Él.
Pero en la meditación hay también un momento activo en nuestra respuesta por el que dirigimos el espíritu y el alma hacia Dios mismo. Es el momento propio de la oración. Estos dos momentos se alternan y se compenetran, formando en conjunto una única acción vital rítmica.
Normalmente, la meditación conoce un crecimiento en profundidad y en intensidad, al menos si la ejercemos fielmente a pesar de las dificultades y de cierta laxitud e incluso aversión experimentadas a menudo por los aprendices. Es un hecho de nuestra naturaleza que nos es más fácil dejarnos distraer por las cosas exteriores, dejarnos retirar a nuestra celda interior, que unirnos por este acto íntimo que Heidegger llama Besinnung, oponiéndolo a este pensamiento puramente objetivo que se pierde en las cosas y amenaza la civilización entera.
Hay, pues, que perseverar. Un hábito, como una virtud, tiene por sí mismo una tendencia a crecer, a enraizarse más profundamente en el sujeto (maior radicatio in subiecta), dice santo Tomás. Entonces se integra más fuertemente en la personaldiad de manera que se entrega a ello con más facilidad y alegría. Esto supone evidentemente que no se debilita constantemente por actos contrarios de absorción completa en la exterioridad.
Hacia la contemplación
Muchos de quienes oran se detienen en el estado de la oración meditativa. Pero los grandes maestros espirituales y los místicos nos advierten constantemente que acercándose a Dios es necesario superar este estado y entrar en el de la contemplación.
En la oración meditativa, decíamos, hay un momento discursivo que se concentra en palabras y cosas y que dirigimos según nuestro juicio práctico. Pero este momento no es más un instrumento para esperar al momento propio del acto de la oración que es el fin que nos encaminamos al meditar: acceder para permanecer allí en la esfera de la presencia de Dios donde tomamos contacto conÉl.
Este segundo momento puede derivarse del primero. San Juan de la Cruz y el autor de la Nube del no-saber, como también Ruysbroec y tantos otros, diría incluso que todos los místicos que dieron testimonio de su experiencia de la gran crisis, nos lo dicen claramente. En general, es una crisis de la oración meditativa la que introduce la transición. La oración meditativa comienza a perder su atractivo, no por un debilitamiento del momento de la oración propiamente dicho, sino por el contrario por un hinchamiento de éste que presiona sobre la envoltura del discurso y tiende a hacerlo estallar. Entonces ha llegado el momento de abandonar la meditación y dejarse conducir poresta noche completa de la fe pura que es la luz del corazón, luz más amable que la alborada (Juan de la Cruz). Esta noche, continúa el santo, une al amado con la amada, ésta transformada en el amante divino. Entonces el Espíritu toma la dirección y nos atrae hacia el misterio oscuro de Dios. Porque se trata de una gracia pura, sólo Dios puede realizarlo en nosotros.
Nuestra contribución, si merece ese nombre, es una pasividad, una receptividad completa. Como un cohete balístico o una aeronave interplanetaria se desprende en su vuelo del revestimiento auxiliar, que primero lo lanzó y propulsó, y se eleva en el vacío fuera de la atmósfera hacia el fin propuesto, así el alma abandona toda actividad propia de palabra y de representación y emprende su vuelo hacia Dios en el vacío de la noche espiritual, propulsada y atraída sólo por Él.
Con 19 años, habiendo entrado en el Carmelo de Dijon, Isabel de la Trinidad, leyendo el Camino de perfección de Teresa de Ávila, escribía en su diario: "La oración, como me gusta la forma en la que santa Teresa trata este tema, cuando habla de la contemplación, este grado de oración en el que es Dios quien lo hace todo, donde no hacemos nada, donde Él une nuestra alma tan íntimamente a Él que ya no somos nosotros los que vivimos sino Dios quien vive en nosotros, etc., etc.". Y reconoce en estas palabras los momentos de su propia experiencia.
Sobre la vida contemplativa y el problema conjunto de la mística habría mucho que decir. Nos limitaremos a considerar la mística tal como se presenta en los místicos cristianos..."
(WALGRAVE, J-H., L'expérience des mystiques, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 82-85).
La imaginación es la loca de la casa dijo Teresa de Jesús, y no se refiere a la imaginación creativa y útil, sino al discurso interminable de nuestros pensamientos que dificulta nuestra oración.
ResponderEliminarExcelente entrada, don Javier.