Los sufrimientos de Cristo son meditados durante la Cuaresma en el rosario y en el ejercicio del viacrucis. Ya en Semana Santa, las procesiones y la religiosidad popular nos harán visibles esa pasión de Cristo, ayudándonos a entrar en ese misterio.
Y será la liturgia la que nos ponga en comunión con la Pasión de Cristo y sus frutos redentores porque la liturgia no es simple ceremonia, ni es un recuerdo psicológico, una memoria, de algo que pasó en un tiempo, sino la actualización de esa misma pasión, su presencia hoy in mysterio para nosotros.
La pasión y los sufrimientos de Cristo se siguen prolongando hoy en sus miembros, cada uno de nosotros, y en su Cuerpo que es la Iglesia, que sigue sufriendo.
Con esta catequesis alcancemos una mirada teológica y espiritual de mayor profundidad a los sufrimientos de Cristo para vivir con fruto la Cuaresma, la Semana Santa y el santísimo Triduo pascual.
"Si vosotros deseáis, como lo demuestra vuestra presencia en esta audiencia, participar de algún modo en el estado de ánimo de la Iglesia durante la Semana Santa, que precede a la celebración del más grande acontecimiento de la historia y de los acontecimientos humanos, esto es, la Resurrección del Señor Jesús, vosotros encontráis a la Iglesia no de fiesta, sino totalmente absorta en una grave y dolorosa meditación, la de la Pasión de Cristo, de sus inefables sufrimientos, de su Cruz, de su muerte. Meditación penosísima, porque obliga a nuestro pensamiento a ver en Cristo al Primogénito de la humanidad (cf. Rm 8,29; Col 1,15), los misterios más oscuros y más repugnantes y, sin embargo, realísimos, los del dolor, del pecado, de la muerte, no sólo referidos a Jesús y a la tragedia inconcebible del fin de su vida en la economía temporal presente, sino también a considerarlos aplicados a nosotros, a cada uno de nosotros, en una relación tan directa y tan inevitable que refleja y renueva místicamente en nosotros aquel drama sin límites, hasta hacérnoslo comprender, en la medida de lo posible, como el sacrificio por excelencia, el sacrificio del cordero de Dios, el sacrificio del incomparable, oceánico, amor de Cristo a nosotros, y al mismo tiempo como la fuente dichosa de nuestra fortuna, esto es, de nuestra redención.
Meditar la Pasión de Cristo
Hijos queridos, entendednos (cf. 2Co 7,2). La Iglesia, en esta liturgia misteriosa, está llena de una pena inmensa. Recuerda, repite en sus ritos, revive en sus sentimientos la pasión de Cristo. Ella misma toma conciencia de ella, sufre y llora. No turbéis su luto, no distraigáis su pensamiento, no os burléis de su remordimiento, no creáis que su angustia es locura. También acompañáis con vuestro silencio el grito de su dolor; compadecedla; honradla con la participación en su altísima y espiritual aflicción.
La primera, como es nuestra costumbre en estos encuentros familiares de cada semana, nos lleva a las enseñanzas del Concilio. Se ha notado justamente que del Concilio se ha extendido en la Iglesia y en el mundo una ola de serenidad y de optimismo; un cristianismo confortante y positivo, podríamos decir; un cristianismo amigo de la vida, de los hombres, de los mismos valores terrestres, de nuestra sociedad, de nuestra historia. Casi podríamos ver en el Concilio una intención de hacer aceptable y amable el cristianismo, un cristianismo indulgente y abierto, despojado de todo rigorismo medieval y de toda interpretación pesimista de los hombres, de sus costumbres, de sus cambios y de sus exigencias. Esto es cierto. Pero fijémonos bien, el Concilio no ha olvidado que la cruz está en el centro del cristianismo. También el Concilio ha tenido una rigurosa fidelidad a la palabra de San Pablo: “Que no se desvirtúe la cruz de Cristo” (1Co 2,2). Podríamos recordar cómo las grandes líneas teológicas, místicas y ascéticas, de la asociación de los fieles a la Pasión del Señor llenan las páginas de los documentos Conciliares (véanse, por ejemplo, en la gran constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, los nn. 7, 8, 11, 34, 49…); bástenos con esta cita: “Como Cristo ha realizado la obra de la Redención en la pobreza y en la persecución, así también la Iglesia está llamada a hacer lo mismo para comunicar a los hombres los frutos de la salvación…” (Ibíd., n. 8).
La Pasión de Cristo se repite
Aquí se presenta a nuestro espíritu una segunda consideración, que deriva de la primera, de la relación que existe entre Cristo paciente y su Iglesia, entre la Cabeza y el Cuerpo Místico, entre el Evangelio de la Pasión del Señor y la historia dolorosa de la Iglesia. La Pasión del Señor, digámoslo brevísimamente, se refleja en la Iglesia no sólo por el testimonio que ésta da con su predicación y su doctrina; no sólo por la imitación que el ejemplo heroico y magnánimo de Cristo produce en sus cristianos y los induce a seguirlo (cf. Abelardo); no sólo por la comunicación sacramental, que aplica a todos los fieles la asimilación mística a la muerte y resurrección del Señor (cf. Rm 6,13), sino que, en cierto modo, se renueva, se reproduce y se repite; y no tanto en cada uno de los seguidores de Cristo (cf. Col 1,24): “completando –escribe San Pablo- en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo”, como en toda la Iglesia, considerada como comunidad, como conjunto de los miembros de Cristo, como vida de él prolongada en la historia; y por esto, se perpetúa.
Se perpetúa y dura todavía. Y en esta fiesta pascual la Iglesia, más que en cualquier otro momento, toma conciencia de sus propios dolores, los saborea, los padece, los acepta humildemente e intenta santificarlos y sacar de ellos la prueba de su identidad con Cristo Señor y Maestro, de su amor deseoso de fundir sus propias penas con las del Crucificado (cf. el tema del Stabat Mater) y de transformar sus propias humillaciones y sus propias derrotas en méritos de penitencia, de purificación y de redención. De mayor virtud, de mayor valor y de mayor esperanza.
Sufrimientos de la Iglesia actual
¿Es cierto? ¿Sufre hoy la Iglesia? Hijos, hijos queridos. Sí, hoy la Iglesia pasa la prueba de grandes sufrimientos, ¿pero es posible? ¿Después del Concilio? Sí, después del Concilio. El Señor nos prueba. La Iglesia sufre, vosotros lo sabéis, por la opresora falta de legítima libertad en tantos países del mundo. Sufre por la falta en tantos católicos de la fidelidad a la que la tradición secular la haría acreedora, y que el esfuerzo pastoral, lleno de comprensión y de amor, deberían granjearle. Sufre principalmente por la rebeldía inquieta, crítica, indócil y demoledora de tantas de sus hijos, los predilectos –sacerdotes, maestros, seglares, dedicados al servicio y al testimonio de Cristo vivo en la Iglesia viva-, contra su íntima e indispensable comunión, contra su existencia institucional, contra su norma canónica, su tradición y su cohesión interior; contra su autoridad, insustituible principio de verdad, de unidad y de caridad; contra sus mismas exigencias de santidad y de sacrificio (cf. Boyer, La descomposición del catolicismo, 1968); sufre por la defección y por el escándalo de ciertos eclesiásticos y religiosos que crucifican hoy a la Iglesia.
Queridos hijos, no nos neguéis vuestra solidaridad espiritual y vuestra oración. No os dejéis invadir por el miedo, por el desaliento, por el escepticismo y menos aún por el mimetismo, que hoy, mediante la sugestión de los medios de información social, causa ruinas en tantos espíritus débiles e impresionables, y algunas veces en espíritus fuertes y jóvenes. Sufrid y amad con la Iglesia, con la Iglesia actual, y esperad.
(Pablo VI, Audiencia general, 2-abril-1969).
La Pasión "se renueva, se reproduce y se repite" en el Misterio que aún desconocemos.
ResponderEliminarSí, es cierto que la Iglesia sufre y que la causas de su sufrimiento son exteriores e interiores (y éstas son las que más me preocupan). Recemos en esta Pascua delante del Crucificado.
Que tu palabra, Señor, sea luz para nuestros pasos (de las Preces de Laudes).