martes, 1 de marzo de 2016

Pensamientos de san Agustín (XXXVIII)

Lo propio del hombre redimido, justificado y agraciado, es vivir el bien y obrar el bien, porque -y esto no es moralismo, ni "compromiso"- participa del Bien que es Dios, de su misma vida divina. Por eso san Agustín plantea que hay dos tipos de hombres inútiles:
No hay más de dos clases de hombres inútiles para la raza humana: una, la de los que la dañan, y otra, la de quienes no quieren donar el bien que tienen en esta vida terrena, perdiéndolos, como silos derramaran en la tierra (San Agustín, Contra Fausto 22,84)
El centro de todo es Jesucristo; por ello también ha de estar en el centro del núcleo familiar, y ser Señor ahí también:
Reserva un puesto para Cristo en medio de tus hijos, añádase a tu familia tu Señor; súmese a la prole tu creador, cuéntese entre tus hijos tu hermano (San Agustín, Sermón 86,13).
Un apunte o nota moral: sobre la soberbia y la envidia. La soberbia siempre será la madre de todos los pecados y la envidia brotará de ella:
No es la envidia la que engendra la soberbia, sino la soberbia la que engendra la envidia. Sólo el amor a sobresalir es causa de envidia (San Agustín, Sermón 354,6).
Podremos ver acciones bien hechas o mal hechas, pero jamás podremos entrar en la intención que las mueve; a veces la buena intención comete errores.


Si alguien hace algo que puede efectivamente hacerse con buena intención, no lo reprendas; no usurpes para ti más de lo que te concede tu condición humana. Ver el corazón es propio de Dios; propio del hombre no es más que juzgar de las cosas externas (San Agustín, Sermón 243,5).
La ley -tal como la entiende el Nuevo Testamento- fue el mecanismo pedagógico que Dios empleó para que nos diésemos cuenta de que no la podemos cumplir nosotros por nosotros mismos y con nuestras fuerzas, y así nos educó en la necesidad absoluta que tenemos de la Gracia.
La utilidad de la ley es, por lo tanto, convencer al hombre de su debilidad y obligarle a implorar la medicina de la gracia que está en Cristo (San Agustín, Carta 196,2.6).
Es clásico en la Tradición comparar a María con la Iglesia y a la Iglesia con María; lo que en la Virgen ha realizado Dios ya en plenitud, en la Iglesia lo está realizando ahora hasta la consumación de los tiempos. Si María fue Virgen, virgen fiel es la Iglesia; si María es Madre de Jesús, la Iglesia es Madre de los miembros de Jesús; si la Virgen fue santísima, la Iglesia es santa y comunica la santidad de Dios. 
Lo que María mereció tener en la carne, la Iglesia lo conservó en el espíritu; pero con una diferencia: María dio a luz a uno solo; la Iglesia alumbra a muchos, que han de ser congregados en la unidad por aquel único (San Agustín, Sermón 195,2).


1 comentario:

  1. Me quedo con "Lo que María mereció tener en la carne, la Iglesia lo conservó en el espíritu; pero con una diferencia: María dio a luz a uno solo; la Iglesia alumbra a muchos, que han de ser congregados en la unidad por aquel único (San Agustín, Sermón 195,2)."

    El cristiano realiza su vocación en la Iglesia, en comunión con todos los bautizados. De la Iglesia recibe la Palabra de Dios, que contiene las enseñanzas de la ley de Cristo. De la Iglesia recibe la gracia de los sacramentos que le sostienen en el camino. De la Iglesia aprende el ejemplo de la santidad; reconoce en la Bienaventurada Virgen María la figura y la fuente de esa santidad; la discierne en el testimonio auténtico de los que la viven; la descubre en la tradición espiritual y en la larga historia de los santos que le han precedido y que la liturgia celebra a lo largo del santoral (Catecismo 2030).

    Alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia ti, Señor (de ls antífonas de Laudes).

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