sábado, 6 de diciembre de 2014

Pensamientos de San Agustín (XXIX)

Es propio de la enseñanza saber compendiar en frases lo principal de una doctrina, facilitando así la tarea de síntesis en el oyente de todo un discurso prolongado y dejando que se grabe en la memoria. De esta manera, el oyente puede volver una y otra vez a lo escuchado gracias a esa sentencia memorizada, compendiar grandes verdades en una fórmula breve.


Los pensamientos de san Agustín, si los leemos varias veces y llegamos a memorizar, son una enseñanza espiritual y teológica de primer orden para nosotros; al fin y al cabo, hemos de nutrirnos y aprender de la Tradición. Miserere los ofrece con frecuencia; aquí gracias a su trabajo, los recopilamos y ofrecemos.

La oración nunca puede ser formal, exterior, hiératica, por mero cumplimiento de deberes; sólo el afecto a Dios, amado, sumamente amado, puede mover la oración, y es ese afecto el que toca las puertas del corazón de Dios.
Lo que decís, decidlo de corazón. Haya afecto en quien ora y causará efecto en quien escucha (San Agustín, Serm. 56,5).
Nuestra situación existencial es la de "viatores", es decir, caminantes, peregrinos. Antiguamente había una concepción vital más clara de este aspecto, porque la escatología no era algo extraño ni lejano, sino que estaba muy presente en la predicación y en la vida cristiana. Nuestra patria es el cielo y aquí estamos como desterrados; nuestra morada es el cielo y nuestro deseo debe ser la vida de los bienaventurados.
¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos (San Agustín, Serm. 378).
Ante Dios nada hay oculto: El penetra los secretos del corazón. Inútil es protegerse ante Dios, disimular, ocultar o justificar los propios pecados; es más útil y beneficioso la sencilla confesión ante Dios -y mediante el sacramento- del mal que hemos cometido.
Pero ante Dios, al que no puede engañarse, no hay que recurrir a una vana protección, sino a una llana confesión (San Agustín, Conf. 5,13).
La fe mueve a las obras, la fe actúa por la caridad. Así la fe se convierte en un principio de vida, luchando contra el pecado, haciendo el bien, ofreciéndose en sacrificio agradable al Señor.
Tu fe es tu justicia, porque ciertamente, si crees, evitas los pecados; si los evitas, intentas obras buenas; y Dios conoce tu intento, y escudriña tu voluntad, y considera la lucha con la carne, y te exhorta a que pelees, y te ayuda a vencer, y contempla al luchador, y levanta al que cae y corona al que vence (Serm. 32,2).
El amor a la unidad, el amor mismo, nos sitúa en comunión con los demás, y así participamos de los bienes de todos, del tesoro espiritual de todos.
Si amas, algo tienes; porque, si amas la unidad, cualquiera que tenga algo en ella, lo tiene también para ti (San Agustín, In Io. tract. 32,8).
Más que palabras, que fácilmente se convierten en palabrería, hay que atender a la fe verdadera, que habita en el corazón, que justifica, que nos hace vivir en santidad y mueve a las obras santas.
Creed, pues, hermanos; cuando está por medio la fe, no se precisan muchas palabras (San Agustín, Serm. 215,6).
Amar a Dios, que siempre es el centro de la vida cristiana, dilata de tal manera el corazón, lo ensancha del estrecho límite del amor propio y del egoísmo, que impulsa, con naturalidad, a amar al prójimo, servirlo, ayudarlo, perdonarlo. Póngase el corazón en Dios, ámele con todo el afecto, y amará también al prójimo.
Cuando el alma ama a Dios y, como queda dicho, lo recuerda y conoce, con razón se le ordena amar a su prójimo como a sí mismo (San Agustín, De Trin. 14,14,18).
¿Amamos lo suficiente a Dios? ¿Sabemos cuánto lo amamos? ¿Podremos medirlo, calibrarlo? Sólo podemos reconocer que lo amamos, en todo caso, cuanto podemos, lo más que podemos. Habrá que pedir a Dios que lo podamos amar más y mejor y que Él nos dé ese amor. 

No puedo medir a ciencia cierta cuánto me falta del amor para que sea bastante, a fin de que mi vida corra entre tus brazos, Señor, y no me aparte hasta que sea escondida "en lo escondido de tu rostro" (Conf. 13,8,9).

Los verdaderos trabajos del cristiano son interiores, espirituales: erradicar pecados, sembrar virtudes y luego afianzarlas, el apostolado, la evangelización, los duros trabajos del Evangelio cada cual según su vocación. Pero el amor de Dios hace que esos trabajos sean ligeros y llevaderos.
No se rechace el trabajo si hay amor, pues bien sabéis que quien ama no siente el trabajo, y que cualquier trabajo es pesado a quienes no aman. Si tantos trabajos soportan en los avaros, la avaricia, ¿No podrá soportarlos en nosotros la caridad? (San Agustín, In Io. ev. tract. 48,1).
Conocer a Dios es don de su Gracia. Por la razón podemos llegar a la existencia de Dios con un conocimiento natural, pero conocerlo a Él sólo es posible si una gran Gracia se nos da: que Él mismo nos permita conocerlo, se desvele, y así nos introduzca en su amistad.
Cuando se dice que Dios nos conoce, nos presta su conocimiento, y así entendemos que no podemos atribuirnos a nosotros el conocimiento de Dios, sino que hemos de atribuir también ese conocerlo a su misericordia (San Agustín, Carta 140,35.81).
El pensamiento de un cristiano siempre ha de ponerse en Dios; haga lo que haga, pensará y se acordará de Dios si Dios, de veras, está en su corazón. Esto es lo que, posteriormente, se llamará "vivir en presencia de Dios", "tener presencia de Dios". Observemos cuándo y de qué manera nos acordamos de Dios a lo largo del día.

Aquél que no piensa en Dios cuando está en el descanso, en sus actividades no podrá pensar en El. Pero quien se acordó de El estando en reposo, medita en El cuando obra para no desfallecer en la acción (San Agustín, Enar. in Ps. 62,15).

La gracia de Dios precede y acompaña nuestras obras. Es la inspiración de la gracia y su fuerza en nuestra debilidad la que logrará que hagamos obras buenas y santas. Pero, si no las podemos hacer, muchas veces no es por falta de deseo o de voluntad, sino por el pecado original que nos paraliza en el bien obrar.
Al corazón siguen las manos; las manos sirven a su corazón; se piensa y se hace. Si no se obra, no es porque no queramos, sino porque no podemos. Todo lo que quieres y no puedes hacerlo, Dios te lo imputa por ejecutado (San Agustín, Enar. in Ps. 57,4).

1 comentario:

  1. Ayer mi salud me estuvo "dando la lata" y fui incapaz de comentar, pero ¿cómo dejar solo a mi gran amigo Agustín aún con un día de retraso?

    -El pensamiento de un cristiano siempre ha de ponerse en Dios; haga lo que haga..."vivir en presencia de Dios", "tener presencia de Dios"-

    "Aquél que no piensa en Dios cuando está en el descanso, en sus actividades no podrá pensar en El. Pero quien se acordó de El estando en reposo, medita en El cuando obra para no desfallecer en la acción".


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