2.
Los rudimentos los podríamos encontrar, por ejemplo, en la constitución Sacrosanctum
concilium del Concilio Vaticano II, que dedica un apartado, en el capítulo
I, a la “naturaleza de la sagrada liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia”.
¿Se estudia esta
constitución y se leen sus principios?
¿O todo el mundo habla del “espíritu del
Concilio”, de lo que “el Concilio dijo que la liturgia fuera así o así”, sin
haberla leído e inventándolo todo?
Parece, nos tememos, que lo que ha pasado es
la segunda opción.
Para
una buena formación en materia litúrgica, sea como asignatura, sea como estudio
en catequesis, hay que asumir las directrices que esta Constitución marca y se
verá con nuevos ojos, y con más respeto y unción, la realidad de la liturgia.
El
documento que venimos tomando como base, “La formación litúrgica en los
seminarios” (: FLS) señala cómo hay que exponer
e ilustrar la doctrina de la constitución Sacrosanctum concilium[1]; y
cuando esto se hace, muchos lo oyen y lo ven por vez primera, ¡aunque nunca se
les cae el Vaticano II de la boca!, pero es que no lo han leído…
a)
Hay que explicar
la verdadera naturaleza de la liturgia que nos abre un nuevo panorama:
“justamente es tenida como ejercicio del sacerdocio de Jesucristo; en ella, por
medio de signos sensibles, se significa y, de un modo peculiar a cada uno de
ellos, se realiza la santificación del hombre, y por el Cuerpo místico de Jesucristo,
es decir, por la Cabeza
y sus miembros, se ejerce el culto público íntegro” (SC 7). ¡Cuánto se dice en
tan pocas palabras!
b)
El centro de la liturgia, y lo que le confiere
capacidad de santificación, no somos nosotros, los hombres, o el grupo que
celebra, sino el misterio pascual del
Señor. De nuevo, Cristo es el centro. El misterio pascual es la pasión,
resurrección y ascensión del Señor, que se celebra en la liturgia (cf. SC 6),
más aún, que se hace realmente presente y actual en la liturgia, y “del cual
toman su virtud todos los sacramentos y sacramentales” (SC 61). La fuerza de la
liturgia no está en lo que nosotros inventemos o hagamos, sino en el mismo
Misterio pascual de Jesucristo. ¡Ay si lo tuviéramos claro!
c)
La liturgia
ocupa un lugar en la historia de la salvación: es el acto salvador de Dios
aquí y ahora. La historia de la salvación llega a nosotros y nos toca por medio
de la liturgia. “Los prodigios divinos obrados en el pueblo de la Antigua Alianza prefiguraban”
la obra de la salvación en Cristo (SC 5). Cristo Jesús, encarnado, realizó la
salvación plenamente por su misterio pascual. La Iglesia reconoce esta obra
de salvación contenida y comunicada hoy por la liturgia, ya que en la liturgia
se halla presente su Redentor de un modo particular (cf. SC 6-7).
d)
Pero la liturgia
incluye una perspectiva escatológica. No se encierra en este mundo,
pensando sólo en transformar materialmente el mundo o en un mero progreso
social. La liturgia terrena anticipa la liturgia del cielo, es como una copia
imperfecta y terrena de la liturgia celestial, donde Dios es perfectamente
glorificado, como narra el Apocalipsis. La liturgia de la Iglesia hoy es un trocito
de cielo, “el cielo en la tierra”[2], y
así debe mostrarse en su dignidad, en la forma de celebrar, cantar y adorar con
los ángeles y los santos. ¡Una antesala del cielo! ¿Pero seguro que esto es doctrina
del Vaticano II? ¡Si no se oye nunca! Pues sí lo es:
“En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella
Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la
cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de
Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor
el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los
santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al
Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y
nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él” (SC 8).
¡Cómo han
cultivado este aspecto las liturgias orientales!: el arte de las iglesias, el
santuario, luces y velas, el incienso, inclinaciones, cantos y troparios fijos
por fiesta y domingo, ornamentos litúrgicos bellísimos… ¡el cielo en la tierra!
Y, por el contrario, ¡cuántas celebraciones nuestras son más parecidas a una
fiesta de cumpleaños infantil que al cielo en la tierra!
e)
Hay que explicar cómo la liturgia se sirve de signos sensibles para indicar realidades
divinas invisibles y que por medio de ellos, Dios realiza la santificación de
los hombres (cf. SC 7. 33). Estos signos sensibles (agua bautismal, santo crisma,
pan y vino eucarísticos, imposición de manos…) deben ser explicados según la Revelación y la Tradición, realizados
amplia y expresivamente, sin necesidad alguna de añadir símbolos inventados.
f)
En la liturgia se
entrecruzan siempre dos dimensiones: ascendente y descendente; desde Dios a
los hombres para realizar nuestra santificación, y desde los hombres a Dios
para prestarle adoración en espíritu y verdad (cf. SC 5-7). Sí, sí, la liturgia
es adoración a Dios… y sí, el culto en espíritu y verdad se da en la liturgia y
se prolonga luego en la vida cotidiana. Pero su raíz es la liturgia misma.
g)
Por último, es verdad que no todo en la Iglesia es la liturgia y
que la vida eclesial posee más elementos: comunión eclesial,
evangelización-catequesis, caridad, etc. La liturgia no agota toda la acción de
la Iglesia;
pero posee una gran importancia y centralidad que ni debe ocultarse ni
desaparecer, a tenor de lo que afirma el Concilio Vaticano II: “es el culmen
hacia el cual tiende dicha acción y, a la vez, la fuente de donde brota toda su
virtud” (cf. SC 9-13). Es decir, la
liturgia es “fons et culmen”, fuente y culmen, de la vida de la Iglesia.
Todos
éstos son principios innegociables de la liturgia. Aquí no vale lo de Groucho
Marx: “Éstos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros”. Los principios
que sustentan la liturgia expuestos en la Sacrosanctum
concilium son fijos e invariables. Explicarlos constituye una buena base para
entender la liturgia.
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