3. El rito romano empleó una
fórmula distinta a la del resto de familias litúrgicas (“lo Santo para los
santos”) suscitando la humildad de todos antes de acercarse a recibir el Cuerpo
y la Sangre
del Señor. Dice el sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor”, y todos a una con el
sacerdote, responden: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una
palabra tuya bastará para sanarme”. Todo esto se realiza sosteniendo el
sacerdote un fragmento del Pan consagrado, ya fraccionado, sobre la patena o
sobre el cáliz (cf. IGMR 84) invitando “al banquete de Cristo” (ibid.)
Se
suscita de este modo humildad y un profundo espíritu de fe para acercarse
dignamente a la sagrada comunión: “pronuncia un acto de humildad, usando las
palabras evangélicas prescritas” (IGMR 84).
Lo
que recibimos en la comunión ni es algo ni es un símbolo de nada ni es una
construcción humana ni es un alimento común. Recibimos a Alguien, al mismo
Cristo Señor en el Sacramento: de ahí el rito de preparación, y por eso,
también, el cuidado al comulgar, la reverencia y la solemnidad de ese momento
–sin canalizaciones, ni saludos, ni conversaciones, ni distribuir la comunión
apresuradamente-:
“Lo que se nos entrega en la
comunión no es un trozo de cuerpo, no es una casa, sino Cristo mismo, el
Resucitado, la persona que se nos comunica en su amor que ha pasado por la
Cruz. Esto significa que comulgar es
siempre una relación personal. No es un simple rito comunitario, que podamos
despachar como cualquier otro asunto comunitario. En el acto de comulgar, soy
yo quien me presento ante el Señor, que se me comunica a mí. Por esta razón, la
comunión sacramental ha de ser siempre, al mismo tiempo, comunión espiritual.
Por esta razón, antes de la comunión, la liturgia pasa del nosotros al yo. En
esos momentos soy yo quien es llamado en causa. Soy yo quien es invitado a
salir fuera de mí mismo, a ir a su encuentro, a llamarlo”[1].
4.
“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Con estas palabras
del sacerdote se enlaza el rito anterior con la mostración del Pan ya partido y
la invitación a comulgar. Antes, durante la fracción, se ha cantado: “Cordero
de Dios…”, ahora se afirma y se muestra: “Éste es”, Éste, Jesucristo, y no
otro, es el Cordero de Dios, el único que quita el pecado del mundo y que ha
sido inmolado, fraccionado, partido en el rito eucarístico, para darnos vida.
Lo demuestra tomando uno solo de los muchos trozos fraccionados de las Hostias,
mostrándolo algo elevado sobre la patena o el cáliz.
“Éste
es el Cordero de Dios…”, son las palabras del Bautista (Jn 1,29) señalando a
Cristo delante de sus discípulos y que nos recuerdan el sacrificio de
Jesucristo. ¡El Cordero de Dios, el verdadero Cordero!:
“Juan Bautista, después de haber
aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el
‘Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Manifestó así que Jesús es a
la vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga
con el pecado de las multitudes y el cordero pascual símbolo de la Redención de Israel
cuando celebró la primera Pascua. Toda la vida de Cristo expresa su misión: ‘Servir
y dar su vida en rescate por muchos’” (CAT 608).
“Dichosos
los invitados a la cena del Señor”, prosigue el sacerdote. La traducción
castellana pierde un matiz del original latino: “Beati qui ad cenam Agni vocati
sunt”, “los que son llamados a la cena del Cordero”. Es una clara alusión
escatológica, siguiendo el lenguaje eucarístico. Más que ceñirse a “esta”
eucaristía, y a los que ahora comulgarán, la invitación bienaventurada mira al
banquete del Reino de los cielos, como Cristo expuso en tantas parábolas; mira
al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9) en el cielo, definitivo banquete. La
celebración eucarística ahora, hoy y aquí, es anticipación y prenda de aquel
banquete último y celestial:
“El banquete eucarístico es para
nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas y
descrito en el Nuevo Testamento como ‘las bodas del Cordero’ (Ap 19,7-9), que
se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos” (Benedicto XVI,
Sacramentum caritatis, 31).
La Eucaristía es
anticipación del definitivo Banquete del Reino de los cielos donde se consumará
la unión del Cordero con su esposa embellecida, la Iglesia:
“Cristo, que pasó de este mundo al
Padre, nos da en la
Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él:
la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene
nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya
desde ahora a la Iglesia
del cielo, a la Santísima Virgen
y a todos los santos” (CAT 1419).
5.
Respuesta de fe y humildad recitan sacerdote y pueblo a una sola voz: “Señor,
no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme”.
Son
las palabras del centurión (Mt 8,8) cuando le pide a nuestro Señor que cure a
su criado y confía en la palabra de Cristo y reconoce su indignidad. Cree que
Cristo, incluso a distancia, sin ver ni tocar al criado, puede sanarlo, y que
la morada del centurión es indigna de la grandeza del Salvador: ¡fe y humildad
ante Cristo!
“Oigámosle [al centurión] cuantos
hemos aún de recibir a Cristo, porque posible es recibirle también ahora.
Oigámosle e imitémosle y recibamos al Señor con el mismo fervor que el
centurión” (S. Juan Crisóstomo, In Matt., hom. 26,1).
“Declarándose indigno, se hizo
digno; digno de que Cristo entrase no en las paredes de su casa, sino en su
corazón. Pero no lo hubiese dicho con tanta fe y humildad si no llevase ya en
el corazón a aquel que temía entrase en su casa. En efecto, no sería gran dicha
el que el Señor Jesús entrase al interior de su casa si no se hallase en su
corazón” (S. Agustín, Serm. 62,1).
Quienes
son invitados a acercarse a la comunión eucarística si están preparados,
responden con gran humildad: “Ante la grandeza de este sacramento, el fiel solo
puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión” (CAT
1386).
Nadie
es suficientemente digno ni merecedor de la comunión eucarística; la santidad
del Sacramento requeriría de nosotros pureza y devoción sincera como la de la Virgen y los santos. Al
menos, reconocemos nuestra pequeñez e indignidad y nos acercamos a comulgar si
no tenemos conciencia de pecado mortal, estando en gracia.
¡Cómo
deberíamos ser conscientes de lo que decimos al Señor en esta frase! ¡Hasta qué
punto debería determinar la disposición espiritual y el comportamiento externo
(recogido, orante, sin distraerse) en el momento de acercarse a comulgar! Ojalá
nos demos siempre cuenta de lo que decimos y rezamos y contestamos en la santa
liturgia.
6.
Esta fórmula –“Señor, no soy digno…”- apreció como introducción a oraciones más
largas antes de la comunión, allá por el siglo X. Poco a poco, según regiones,
se va extendiendo. En los misales italianos se repite la frase literal del
centurión repitiéndola tres veces en algunos casos, o sustituyendo la parte
final –“mi criado…”- por “bastará para sanarme”. Fuera de Italia, pocas veces
se encontró esta fórmula ritual hasta la reforma de san Pío V. Lentamente se
introdujo.
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