lunes, 13 de marzo de 2023

La alabanza de la Iglesia (SC - XXIII)



Además de la evangelización y la misión, siempre necesarias; además de la catequesis que educa y transmite orgánicamente el depósito de la fe; además de la caridad y la misericordia con los pobres, necesitados, enfermos y ancianos; además de la enseñanza religiosa escolar y la educación católica en colegios; además de la liturgia y los sacramentos que santifican… además de todo esto, que se ha de dar para ser la Iglesia de Cristo, la alabanza y la oración forman parte de la naturaleza y de la vida de la Iglesia.



            1. El activismo es una parálisis del alma que la debilita y una Iglesia activista, devorada por lo inmediato, atosigada de acciones pastorales, trabajos y reuniones, muy pronto perdería su alma, se diluiría su identidad eclesial. Esa es la gran tentación y, en ocasiones, ya el gran pecado, de la Iglesia contemporánea.

            También la alabanza a Dios es misión de la Iglesia, glorificarle y cantar sus maravillas. Alabar al Señor no es perder el tiempo o quitar energías para otros empeños pastorales.

            Ya los salmos exhortan y animan constantemente: “Cantad al Señor un cántico nuevo” (Sal 97), “alabad al Señor” (Sal 116), “resuene su alabanza en la asamblea de los fieles” (Sal 149), “alaba, alma mía, al Señor” (Sal 145), “cantaré al Señor por el bien que me ha hecho” (Sal 12). Esa misma alabanza, acción de gracias y glorificación, es recomendada por las cartas apostólicas del NT (cf. Ef 5,19-20; Col 3,15-17; 1Ts 5,18; 1Tm 2,1).


            Tanto en común durante la liturgia, como en privado en la oración personal, los fieles cristianos alaban a Dios porque la vida cristiana y eclesial es una continua alabanza a Dios.

            Y es que es característico de la Iglesia estar “entregada a la acción y dada a la contemplación” de modo que esté subordinada “la acción a la contemplación” (SC 2). Por el bautismo, los hombres “se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre” (SC 6) y constantemente, desde el día de Pentecostés, la Iglesia se congrega “dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable en Cristo Jesús, para alabar su gloria, por la fuerza del Espíritu Santo” (SC 6).

            La vida litúrgica, prolongada luego en la oración personal, es una alabanza divina: “cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial” (SC 8). El fruto de la evangelización es que los nuevos hijos de la Iglesia “se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia” (SC 10), “den gracias a Dios” (SC 48), y por ello la participación activa en la liturgia se facilita con las aclamaciones, la salmodia, las antífonas, los cantos, etc. (cf. SC 30). Crece la vida de fe de los fieles, se robustece la fe y se alimenta “cuando la Iglesia ora” (SC 33).

            2. La alabanza de la Iglesia se realiza en un oficio litúrgico que garantiza la alabanza incesante del pueblo santo al Señor: es la liturgia de las Horas u Oficio divino.

             Una visión muy reducida, casi clerical, concibe el Oficio divino como simple obligación canónica de algunos miembros de la Iglesia (sacerdotes, monjes y religiosos) que deben “recitar el breviario”, mientras que la oración trascurriría de forma paralela, o al margen, sin considerar que el Oficio divino ya es oración con sus características propias.

            Sin embargo, la Liturgia de las Horas es la alabanza común de la Iglesia, es oración eclesial. Cristo está presente “cuando la Iglesia suplica y canta salmos” (SC 7) otorgando así una gran dignidad y eficacia a esta oración. Ha de vivirse, sin duda, “poniendo su alma en consonancia con su voz” (SC 11), “la mente concuerde con la voz” (SC 90).

            El Oficio divino con sus Horas mayores (Laudes y Vísperas) y las demás Horas (Intermedia, Completas, Oficio de lecturas) son celebraciones litúrgicas, ya cantadas y salmodiadas, ya recitadas, de oración y alabanza, entretejidas de himnos, salmos con antífonas, lecturas bíblicas, preces y silencio sagrado. Más que una carga u obligación pesada o gravosa, es una alegría y fuente espiritual: “participan del altísimo honor de la Esposa de Cristo, ya que, mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia” (SC 85). Estas “alabanzas de las Horas” (SC 86) mantienen la oración constante de la Iglesia y es apostólica “pues sólo el Señor puede dar eficacia y crecimiento a la obra en que trabajan” (SC 86) los sacerdotes y consagrados. Pero es un tesoro abierto para todos y a todos se abre: “se recomienda asimismo que los laicos recen el Oficio divino o con los sacerdotes o reunidos entre sí, e incluso en particular” (SC 100).

            Es misión y vocación de la Iglesia la alabanza divina. Se asocia a Cristo que “al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza” (SC 83). Así la Iglesia, no como un añadido, sino como una vocación y misión, “sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo” (SC 83) recitando el Oficio divino.

3. Si nos atenemos a la enseñanza conciliar escrita en la constitución Sacrosanctum Concilium superaremos entonces el déficit de espiritualidad que, por doquier, se ha extendido en la vida eclesial. Parece pérdida de tiempo, algo opcional en todo caso, dedicar momentos cotidianos a la alabanza, acción de gracias y santificación de la jornada. Muchos han abandonado el Oficio divino y después, al poco tiempo, la oración personal y contemplativa. Parecería que “el espíritu del Concilio” marcaba otra forma: sólo la acción, sólo la actividad, sólo el compromiso. Pero basta leer el Concilio mismo en sus textos para deshacer ese absurdo secularizador. Esa situación ha llevado a un déficit de espiritualidad y se ha edificado muchas veces la vida eclesial, y la vida de tantos católicos, sobre arena y no sobre roca firme.

La Iglesia es un pueblo de oración; el pueblo cristiano, por naturaleza, es un pueblo orante al Señor y la Liturgia de las Horas es la oración común de alabanza de la Iglesia toda. La Iglesia es un pueblo orante; con palabras del beato Pablo VI:

La Iglesia es una comunidad de oración. La Iglesia es una “societas Spiritus” (cf. Flp 2,1; S. Agustín, Sermón 71,19). La Iglesia es la humanidad que ha encontrado, por medio de Cristo único y sumo Sacerdote, la forma auténtica de rezar; es decir, de hablar a Dios, de hablar con Dios, de hablar de Dios. La Iglesia es la familia de los adoradores del Padre “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23)… Os queremos recordar aquí y en este momento el apelativo que tan bien define al catolicismo: Ecclesia orans, Iglesia que reza.
            Este carácter típicamente religioso de la Iglesia es esencial y providencial para ella. Así lo enseña el Concilio en su primera Constitución sobre la Sagrada Liturgia.
            Nosotros debemos recordar la necesidad y la prioridad de esta característica de la Iglesia. ¿”Qué sería de la Iglesia sin su oración? ¿Qué clase de cristianismo sería el que no enseñase a los hombres el modo en el que pueden y deben ponerse en comunicación con Dios? ¿Un humanismo filantrópico? ¿Una sociología puramente temporal?
            Todos sabéis cómo existe hoy la tendencia a “secularizar” todo y cómo esta tendencia penetra también en la psicología de los cristianos, incluso en el clero y en los religiosos. De ello hemos hablado ya en otras ocasiones, pero es conveniente volver a hablar otra vez, porque la oración está decayendo en nuestros días” (Pablo VI, Audiencia general, 22-abril-1970).

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