Constantemente, para ser Iglesia,
debe recibir la vida de su Señor. Los sacramentos construyen y edifican la Iglesia, le comunican a la Iglesia la gracia de
Jesucristo, le hace partícipe de su vida divina, y sin ellos, la Iglesia no sería tal
Iglesia, sino simple agregación humana, una sociedad de amigos, una
organización filantrópica, o benéfica, o solidaria, entre tantas otras.
Constituida
por los sacramentos, éstos regeneran el Cuerpo eclesial y la unen a su Esposo,
Maestro y Señor. Recordemos esa dinámica sacramental tal como la expone la
constitución dogmática Lumen Gentium; es un número extenso que conviene
conocer:
“El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad
sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los fieles,
incorporados a la Iglesia
por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión
cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante
de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia. Por el
sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con
una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más
estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo,
por la palabra juntamente con las obras. Participando del sacrificio
eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se
ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por
la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia,
no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el
cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo
concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y
maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento.
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la
misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se
reconcilian con la Iglesia,
a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con
el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de los
presbíteros, toda la Iglesia
encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y
los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose
voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm
2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez,
aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son
destinados a apacentar la
Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo.
Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio,
por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia
(cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la
procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del
Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida. De este consorcio procede la
familia…
Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por
el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la
que es perfecto el mismo Padre” (LG 11).