martes, 13 de octubre de 2020

La santidad es el milagro (Palabras sobre la santidad - LXXXVIII)



            Cuanto más se ahonda en la santidad, en la teología de la santidad, y cuanto más se conocen las vidas concretas de los santos, se llega a una conclusión llena de estupor y admiración: la santidad es el milagro verdadero, el santo es un milagro en sí mismo. Más que los milagros que realizaron algunos en su vida terrena y de los milagros que obran ahora, ya glorificados, el verdadero milagro es el santo en sí mismo.


            ¿Cómo es posible que fueran santos? ¿Cómo es posible que en el barro y estiércol del mundo florecieran estas flores de delicado olor y vistoso colorido? ¿Cómo es posible que en medio de tempestades, persecuciones, clima antirreligioso, surgieran santos? ¿Cómo es posible que reinando el pecado y la muerte se alzasen en santidad llevados por la gracia? ¡Eso sí fue un milagro! Ése sigue siendo el gran milagro: que brote santidad en los terrenos más adversos y abruptos, que surjan santos en las épocas y momentos de mayor secularización y apostasía general. Cada santo es un auténtico milagro de Dios.

            El santo no se da importancia a sí mismo. Vive en el abandono confiado en Dios. “El milagro, adonde mirar fijamente, no sería otro que la santidad: la santidad del hombre que se da tan poca importancia en Dios, que para él sólo cuenta Dios. Quien sea o qué es él, no se le da” (Balthasar, El cristianismo es un don, Madrid 1973, 148).


            Con los santos, Dios nos da nuevas claves de comprensión de su Palabra. Cada santo es una exégesis viva, un comentario y explicación de su Palabra, y esto es así porque cada santo encarna en su vida un pasaje de la Escritura o un versículo, convirtiéndose en una explicación de la Palabra, en una clave de interpretación. Son, en sentido general, palabras nuevas que Dios pronuncia a su Iglesia en cada etapa de la historia. Son actualizaciones vivas de la Palabra de Dios que nos descubren nuevos sentidos y abren nuevos caminos para recorrer. “Los grandes expertos fueron los santos. Por eso, la historia de la Iglesia es ante todo una historia de los santos. De los conocidos y de los desconocidos. Ellos, que lo jugaron todo a una carta y con su osadía se convirtieron en nítidos espejos, reflejan la luz, en rico espectro, sobre nuestras oscuridades. Ellos constituyen la magna historia exegética del Evangelio, más auténtica y de una mayor virtud demostrativa que todas las demás hermenéuticas” (Id., 110).

            Al mirar la historia de la Iglesia, ¡cuántos milagros vemos! Humanamente sería imposible tener una historia así, tan rica, sino por la gracia que realizó milagros de santidad. La historia de la Iglesia es historia de santidad, es la historia de sus santos.

            Al mismo tiempo, viendo las vidas de los santos, recibimos las mejores exégesis de la Palabra de Dios, los mejores Evangelios vividos y encarnados, asumidos por completo, tomados como norma absoluta de vida.

            La hagiografía –las vidas de los santos- se convierte en un descubrimiento precioso si uno se aficiona a ella, porque ve el dedo de Dios trazando sus designios, la mano de Dios conduciendo a su Iglesia y hablándole constantemente.

            Es bueno recuperar la hagiografía y leer muchas vidas de santos (bien escritas y con rigor histórico). ““El viento sopla donde quiere”, dice Jesús en el famoso coloquio con Nicodemo (Jn 3,8); no podemos pues trazar normas doctrinales y prácticas exclusivas sobre las intervenciones del Espíritu en la vida de los hombres; Él puede manifestarse en las formas más libres e inesperadas; Él “se recrea en el orbe de la tierra” (Prov 8,31); la hagiografía nos narra muchas aventuras curiosas y estupendas de la santidad; todo maestro de almas sabe algo de ello” (Pablo VI, Audiencia general, 17-mayo-1972).

            Leyendo las vidas de los santos, sin duda, quedaremos sorprendidos por los milagros que Dios obra regalándonos los santos y con ellos, conociendo sus vidas, recibiremos nuevas luces y comprensión de la Palabra de Dios que ellos han encarnado de forma eximia.

            Pues sí: la santidad es posible y es real; Dios la suscita cuando menos se espera, donde menos se podría esperar, donde aparentemente a los ojos de todos, poco habría que esperar. Y cada santo es un milagro que Dios nos regala a la Iglesia.

1 comentario:

  1. ¡Magnífico don Javier, como sus espléndidas fotos!
    Abrazos fraternos.

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