Cada viernes se canta el Miserere.
¿Qué le decimos a Dios en el Miserere?
¿Qué es, en definitiva, el Miserere que cada viernes la Liturgia canta y en muchos lugares se entona delante de alguna imagen del Señor con la cruz o Crucificado?
Es un salmo, el salmo 50 del libro de los Salmos, y que
entra dentro del grupo de los siete salmos penitenciales, aquellos salmos en
que reconociéndonos pecadores, con pecados concretos nos acercamos en la
oración a Dios implorando su perdón y misericordia. Es el hombre pecador que se
acerca a Dios, su Padre compasivo y misericordioso, cual hijo pródigo. En
efecto; la verdad es que, juntamente con la parábola del hijo pródigo, es la
más grandiosa meditación que se haya escrito sobre el pecado y la misericordia
de Dios. Y si hiciéramos un estudio comparativo, hallaríamos versículos muy
parecidos en los dos textos. Jesús y sus oyentes tendrían como melodía de fondo
el Miserere al exponer a los fariseos arrogantes la parábola del hijo pródigo.
Este salmo lo escribió el rey David, en el s. IX a.C.,
confesando su pecado, el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de
Urías, el esposo deshonrado, cuando el profeta Natán le hizo caer en la cuenta
de la abominación en la que había incurrido; y siglos después se le añadieron
otros versículos, la última parte del salmo, cuando el pueblo de Israel vuelve
a su tierra tras el exilio de Babilonia y todo lo encuentra derruido y asolado:
“Benigne fac, Domine, in bona voluntate tua Sion, ut aedificentur muri
Jerusalem”, “Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de
Jerusalén” (Sal 50,20).
¿De qué habla el Miserere?
El salmo 50 repite en sus estrofas iniciales la realidad
del pecado, su maldad, su perversidad que está patente a los ojos de Dios y que
provoca arrepentimiento y dolor en el alma del pecador. El pecado es un mal
esencial, es la muerte del alma que se aleja de Dios, es una infidelidad a Dios
de quien uno se aparta para ir por senderos torcidos y tortuosos. Entonces se
apela al corazón de Dios: “Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam
tuam; et secundum multitudinem miserationum tuarum, dele iniquitatem meam”,
“misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión obra mi
culpa”.
Y más duele el pecado personal, concreto, cuanto que es
una ofensa a Dios, una negación de su amor, una infidelidad a su Alianza: “Tibi
soli peccavi, et malum coram te feci”, “contra ti, contra ti solo pequé, cometí
la maldad que aborreces” o “ante ti cometí la maldad”. No. No somos tan buenos
como nos creemos, ni tan inocentes, ni podemos decir que no tenemos pecado,
porque cantamos en el Miserere: “ecce enim in iniquitatibus conceptus sum, et
in peccatis concepit me mater mea”: “Mira en la culpa nací, pecador me concibió
mi madre” (Sal 50,7). Realidad dramática del hombre pecador: ¿quién se atreverá a afirmar que él es
inocente, puro, que no tiene ningún pecado, que es perfecto? Ya lo advertía el
apóstol San Juan: “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos y la verdad no está en nosotros... Si decimos que no hemos pecado, le
hacemos a él [a Jesús] mentiroso” (1Jn 1, 8. 10).
Entonces, con sinceridad, con humildad, elevamos una
petición en la que se juega nuestra vida: “Cor mundum crea in me, Deus, et
spiritum rectum innova in visceribus meis”, “oh Dios, crea en mí un corazón
puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50,12). Nos sobra arrogancia; nos situamos ante Dios
como el fariseo que presumía de lo bueno que hacía, de los preceptos que
cumplía, y nos falta la humildad del publicano que sólo se atrevía a decir: “Oh
Dios, ten compasión de este pecador”. ¿Qué le agrada a Dios? ¿Algo exterior, una
promesa? ¡Dios quiere un corazón sencillo, dócil, arrepentido y confiando
siempre en Él! “Sacrificium Deo spiritus contribulatus; cor contritum et
humiliatum, Deus, nos despicies”, “mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un
corazón quebrantado y humillado, tú, Dios mío, no lo desprecias” (Sal 50,19).
Éste es, a grandes trazos, el contenido del Miserere, el
salmo que cantamos cada viernes.
Éste es el Miserere, ésta nuestra petición de perdón a
Dios. Para que sea sincera, debe realizarse con una clara conciencia de nuestro
ser pecador y de nuestros pecados. ¡Nadie puede decir que está sin pecado!
Brevemente, por ejemplo, recordemos los siete pecados capitales, origen y raíz
de otros muchos pecados. La soberbia
que incluye el orgullo de creernos siempre mejores que los demás. La envidia que sufre por el bien del
prójimo. La avaricia, el deseo
desordenado y cegador de tener más y más, poniendo como único dios el dinero y
el prestigio social. La ira por la
que volcamos la cólera contra los demás. La lujuria que busca satisfacer como sea el apetito desordenado de la
sexualidad y no educa la afectividad. La gula
donde sólo se piensa en comer y beber hasta el exceso. Y por último, la pereza, por la que dejamos o
posponemos demasiado nuestras obligaciones, sobre todo, nuestras obligaciones
religiosas para con Dios. ¿Quién puede decir que está sin pecado?
Cantar el Miserere es un adelanto y una preparación para
confesarse, para hacer una buena confesión. El canto del Miserere, al ser una
súplica penitencial, nos lleva al confesionario, al sacramento de la Reconciliación, a
confesar con frecuencia para vivir en gracia y recibir en el Sacramento de la Penitencia el abrazo de
la Misericordia
de Dios. Seamos, pues, sinceros al cantar el Miserere.
Cantemos el Miserere, sí, para acudir al sacerdote y
hacer una buena e íntegra confesión.
Cantemos el Miserere, sí, por supuesto, y que sea una
preparación para asistir a la
Santa Misa donde se ofrece la víctima de propiciación
por nuestros pecados.
Cantemos el Miserere, sí, para llevar una vida cristiana
por medio de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, de la
confesión frecuente y de la Misa,
sacramentos sin los cuales no puede sostenerse una vida que sea y se llame
cristiana.
Cantemos el Miserere, sí, con dolor de los pecados,
cargando con nuestros pecados, reparando por nuestros pecados y expiando los
pecados de la humanidad.
Jesús, Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Iesu, Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere
nobis. Amén.
Purifícame con hisopo y quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve.
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