Tanto en el Bautismo como en la Confirmación, se nos impuso el aceite consagrado, el santo crisma, que nuestra piel asumió, dejándonos marcados, sellados para siempre. De esta manera, sacramental, fuimos llenados del Espíritu Santo.
Hemos sido ungidos, nosotros al igual que Jesucristo, recibiendo el Espíritu Santo que actúa interiormente para nuestra santificación, como guía, luz, maestro, consuelo, abogado. Así, ungidos, somos agraciados con los dones y frutos del Espíritu Santo, desarrollando la vida de Cristo en nosotros mismos.
La Unción es un don, una gracia, para nuestra santificación, para nuestra divinización, haciéndonos particípes de la misma vida divina. La Fuente de toda santificación y unción es la Humanidad glorificada de Jesucristo, convertido en Señor del Espíritu.
"La misión del Espíritu consiste, pues, esencialmente en santificar, en participar a toda la humanidad el estado de santidad en el que está constituida la humanidad de Cristo. Él viene a santificar todas las cosas. ¿Qué significa esto? Primeramente consagrarlas, tomar posesión de ellas en nombre de Dios. Se da en cierta manera un enfrentamiento entre el Espíritu Santo y los espíritus malos tras la conquista de las almas y del mundo. El Espíritu Santo desea invadir la creación de Dios, tomar posesión de ella en nombre de Dios, reinar así sobre los corazones. Pero ha de luchar con todas las fuerzas de resistencia que anidan en el corazón del hombre.
Por otro lado, esta santidad no es simplemente el hecho de tomar posesión de las cosas en nombre de Dios, sino penetrar verdaderamente toda realidad con la vida misma de Dios. A este respecto, el Espíritu Santo es como un soplo, como un perfume, por utilizar las comparaciones con las cuales se describe, particularmente en relación con la unción de la confirmación. Anhela impregnar toda realidad. Así busca él captar todas las realidades, esto es, inteligencias, corazones, voluntades. El Espíritu Santo que es en Dios la persona remeda más a un elemento, a un medio, penetra e impregna todas las realidades creadas para comunicarles la incorruptibilidad, para fortificar en ellas lo que es débil, para penetrarlas con la vida incorruptible de Dios.
Este Espíritu nos consagra, nos santifica hasta hacernos participantes del sacerdocio de Cristo y permitirnos consumar la acción sacerdotal, es decir, glorificar al Padre. En este sentido el Espíritu Santo está estrechamente asociado a la acción sacerdotal. Así como los sacerdotes del Antiguo Testamento estaban ungidos con el óleo y esta unción les habilitaba para consumar las acciones de culto, convirtiéndoles en ministros sagrados, así también en el Nuevo Testamento el Espíritu Santo mismo es esta unción.
Los padres de la Iglesia juegan en torno a las expresiones christos, que significa ungido, y chrisma o santo crisma, como se llama en español, lo cual significa unción. Por tanto mediante la unción, mediante la unción del Espíritu Santo nos hacemos otros cristos, nos convertimos en ungidos y participamos consiguientemente del sacerdocio de Cristo, haciéndonos así capaces de consumar la acción sacerdotal, de dar gloria a Dios. Y esto en primer lugar no bajo la forma del sacerdocio ministerial que es el de los sacerdotes en el sentido que han de ejercer esa función en el Cuerpo místico, sino primeramente bajo el aspecto del sacerdocio personal, que es el sacerdocio universal, el del sacrificio espiritual que glorifica a Dios mediante una total consagración de todas las potencias del alma.
Todo este fenómeno lo opera en nosotros el Espíritu Santo. Como es el Espíritu del Padre y del Hijo, la expresión de la íntima unión que es la de ellos, es un Espíritu unitivo que nos enlaza interiormente al Padre y al Hijo, que hace penetrar en nuestras inteligencias en sus vidas, obligándonos a salir de nuestras vidas carnales y estrechas. Nos introduce así en el plan de Dios, nos hace gozar de ese designio y gustar las cosas divinas, gustare res interne. De él procede esa inclinación que nos hace amar lo que Dios ama, que cambia así nuestros corazones, que los hace humildes, pacientes, benevolentes, buenos, que nos une a las disposiciones interiores del corazón de Cristo, porque él es en nosotros fuente de nuevas disposiciones, que constituyen propiamente hablando la vida espiritual, es decir, la vida del Espíritu Santo.Esas nuevas disposiciones suscitan en nosotros como una nueva espontaneidad, es decir, no son como una ley exterior a la cual debemos obedecer, sino más bien como una fuerza interior que nos arrastra hacia las cosas divinas y triunfa en nosotros el peso de la carne"
(DANIELOU, J., La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, pp. 109-112).
La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
ResponderEliminarPor eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad.
Danos, Señor, la abundancia de los frutos del Espíritu Santo: comprensión, bondad, amabilidad (de las Preces de Laudes).