viernes, 5 de febrero de 2016

Lo propio de Dios es curar

El hombre por sí mismo nada puede. Su debilidad, el antagonismo de la carne contra el espíritu, lo han dejado sumamente herido y necesita de Dios. Sólo Él puede restaurar la naturaleza humana, sólo Él puede curar.

La primera acción curativa que realiza Dios es llamarnos a la conversión y otorgarnos la gracia de la conversión. El pecado es la grave enfermedad que nos infecta por completo hasta dejarnos postrados. La gracia de la conversión nos pone en camino de curación para recibir sus medicinas y cuidados.

"El Espíritu Santo se volvió también hacia nosotros, los hijos de las naciones, y dijo: "Convertíos, hijos, convirtiéndoos, y yo curaré vuestras heridas" (Jr 3,22), porque nosotros somos los que estamos llenos de heridas. Cada uno de nosotros, aun estando ahora sano y curado de sus heridas, podría decir: "Pues también nosotros éramos desobedientes, insensantos, descarriados..." Advierte cómo Dios, si nos convertimos, nos invita a convertirnos completamente, cuando nos promete que si, "convirtiéndonos" nos volvemos a Él, curará por medio de Jesucristo nuestras heridas" (Orígenes, Hom. Ier. V, 1-2).


Dios aplica medicinas y remedios distintos según sean nuestras enfermedades morales y espirituales.

"Los médicos de los cuerpos, que están junto a los enfermos y no dejan de emplearse en la curación de los mismos como quiere la profesión médica, ven espectáculos horribles y tocan cosas repugnantes, y en desdichas ajenas recogen tristezas propias; su vida está siempre en peligro. En efecto, nunca están con los sanos, sino siempre con los heridos, los ulcerados, los llenos de puses, fiebres y toda clase de enfermedades; y si uno quiere ejercer la medicina, no debe enojarse ni descuidar lo que pide la profesión que ha elegido cuando esté con los individuos que acabamos de mencionar.
He hablado de esto a modo de prólogo, porque también los profetas son como médicos de almas y siempre pasan más tiempo allí donde hay personas necesitadas de curación, pues no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y lo que los médicos sufren por parte de los enfermos rebeldes, eso mismo lo padecen también los profetas y maestros de los que no quieren dejarse curar... Los enfermos intemperantes huyen, pues, de los médicos, a menudo les injurian incluso, les insultan y hacen todo lo que un enemigo haría a su enemigo. Olvidan que los médicos se acercan a ellos como amigos, no viendo más que lo penoso de la dieta o lo ingrato del golpe de bisturí de los médicos, no el resultado que seguirá al sufrimiento; les detestan como si fuesen sólo procreadores de sufrimientos, y no de sufrimientos que conducen a los pacientes a la salud.
Aquel pueblo estaba, pues, enfermo; enfermedades de toda especie se daban en el pueblo llamado de Dios. Dios les enviaba como médicos a los profetas" (Orígenes, Hom. Ier., XIV, 1-2).

Así, Dios, con sus métodos y pedagogía, con la fuerza de la Cruz de Jesús, cura la enfermedad del alma.

"Después, viene de nuevo una oración formulada en estos términos: Sáname, Señor, y seré sano; sálvame y seré salvo, porque Tú eres mi orgullo... (Jr 17,14-16). Sólo al que ha venido como médico a causa de los enfermos y que decía: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, le es posible decir con confianza: sáname, Señor, y seré sano, a todo el que desea ser curado de la enfermedad de su alma. Pero si algún otro distinto de Él anuncia la curación de las almas, no se le podría decir con verdad: sáname, Señor, y seré sano. En efecto, la hemorroísa del Evangelio había gastado toda su fortuna en los médicos, y ninguno de ellos había logrado curarla, porque a ninguno de ellos se le podía decir con razón: sáname, Señor, y seré sano, sino únicamente a aquel del que bastaba con tocar la orla del manto. Yo te digo, por tanto: sáname, Señor, y seré sano, porque si tú sanas, se seguirá el efecto de la sanación que viene de ti, la curación, de modo que yo sea salvo. Por muchos que sean los que se salven, yo no me salvaré; la única salvación verdadera es si Cristo salva, porque entonces seré salvo" (Orígenes, Hom. Ier., XVII,5).



1 comentario:

  1. “Es mejor encender una cerilla que maldecir la oscuridad” dijo el Papa Benedicto XVI. La conversión nos lleva a abandonar toda seguridad humana y a aceptar libremente y con amor que dependemos totalmente de Dios, nuestro creador y salvador.

    Y, como el Señor no hace las cosas a medias sino que su bondad es total, el momento más santo de la confesión es la absolución que nos da el sacerdote, cuando la misericordia de Dios se derrama sobre nosotros y se nos perdonan todos nuestros pecados, a la vez que desciende a nuestra alma el tesoro divino de la gracia que sana nuestro corazón.

    Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con Espíritu firme (de las antífonas de Laudes)

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