Los santos no tienen porqué ser huracanes desatados o terremotos vivos que hagan temblar todo, caracteres fuertes e impulsivos; también pueden ser caracteres discretos, suaves y tenaces, firmes y amables, silenciosos y trabajadores. Santo Domingo era de éstos.
Su`personalidad era muy serena, con gran capacidad de observación, afable con sus hermanos, alegre en el trato, pero ni mucho menos locuaz o charlatán, sino el hombre que con sonrisa dulce sabe hablar y sabe escuchar, sin desperdiciar el tiempo en conversaciones inútiles.
Su personalidad está forjada por un espíritu que es contemplativo y que se desarrolla en su amor por el oficio divino y la liturgia, las horas de oración contemplativa por la noche o mientras camina, así como por su amor por el estudio, la teología, la meditación asidua de la doctrina de la fe.
Su personalidad le hace ser receptivo a los signos de Dios, que continuamente discierne, y se deja llevar por Dios. Debe acompañar a su obispo Diego de Osma a una misión encomendada por el rey en Dinamarca y allí va, dejando que sea Dios el que actúe. Dios le muestra el panorama desolador obrado por cátaros, albigenses y valdenses en el sur de Francia y su corazón se inquieta. Las circunstancias hacen que él y su obispo se queden en esa zona, y con diversos avatares, es el papa Inocencio III quien los une a sus legados pontificios para predicar en esa zona francesa. Él sigue los pasos que Dios le marca. Diego volverá a su diócesis pasado un tiempo, pero Domingo se queda en la "Predicación de Nuestro Señor Jesucristo". Allí ve grupos de conversos, especialmente mujeres, que quieren una vida de mayor perfección y fundará comunidades femeninas, como un nuevo signo de Dios. La Predicación, terminada la misión de los legados pontificios, sigue siendo necesaria. Domingo unido a otros hermanos que comparten ese celo seguirá predicando y dará origen a la Orden de Predicadores. Domingo obedece a Dios, ha visto sus signos, ha seguido las huellas que Dios le dejaba.
¡Qué personalidad tan rica! No es un gran escritor, no se nos conservan discursos suyos, sólo su vida y su acción, todo protegido por una santa reserva del hombre discreto, tal vez tímido, pero apasionado por Cristo y lleno de Dios.
Es de los hombres que camina y es grande, pero arropado. Diego de Osma, su obispo y su amigo, es el estratega, la cabeza, el impulso; Domingo, en segundo plano, el que realiza, madura, avanza. Así vivirá también más adelante, arropado con su comunidad de Prulla, la de Tolosa, y sus hermanos frailes. Son estas figuras grandes que parecen pasar desapercibidas, porque van en segunda fila sin buscar nada, pero que son tan grandes en sí mismas que generan realidades nuevas, abrumadoramente grandes, buenas y santas. Son estos hombres que reciben adhesiones y afectos lentamente, poco a poco, en vez de ser torrentes de simpatía que ganan al momento a todos pero que luego decepcionan tras la impresionante fachada.
"A diferencia de Diego de Acebes [el obispo de Osma], cuya generosidad, siempre alerta, continuamente estaba imaginando empresas apostólicas nuevas, a las que luego se lanzaba con ímpetu, Domingo era el hombre de los pocos planes, pero madurados en largo silencio y realizados luego con tenacidad. Ciertamente Domingo no era menos sensible que su obispo a la llamada de los seres y de los acontecimientos, esto es, de la Providencia. Pero los encuentros con Dios provocaban en él secretas conmociones antes que gestos inmediatos" (Vicarie, H-M., Historia de Santo Domingo, Madrid 2003, p. 307).
Creo que éste podría ser entonces un buen retrato de Santo Domingo: una personalidad riquísima, envuelta en un manto de reserva y pudor.
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