miércoles, 6 de agosto de 2014

De Lubac hablando de Pablo VI

Poco antes de fallecer el papa Pablo VI, al que tanto bien hay que agradecer, De Lubac publicó un artículo en la edición francesa del Osservatore romano (20-junio-1978, pp. 1-2), señalando algunos rasgos de un Pontificado sufriente, mártir, en una época tanto social y cultural como eclesial agitada.


Vale la pena conocer a Pablo VI, injustamente tratado y hoy silenciado, y conocer la situación que vivió la Iglesia, de la mano de este teólogo.

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Una gran esperanza acababa de invadirme


Junio de 1963: apenas saliendo de la niebla espesa donde me retenían las secuelas de una doble intervención quirúrgica, he aquí que una mañana, como en sueños, veo una sombra indistinta inclinarse sobre mi cama del hospital, y escucho estas dos palabras: "Montini... Pablo VI...". En ese instante, la larga pesadilla se disipó. Era la vuelta a la luz, era la vida que volvía en mí.

¿Coincidencia? Sí, pero algo más. Una gran esperanza acababa de invadirme. No será defraudada.

Heredero de Juan XXIII, Pablo VI condujo el Concilio. Día tras día, procuró su aplicación. La Iglesia, una vez más, se renueva. Al soplo vivificante de Pentecostés, el árbol de la Cruz reverdece siempre y promete nuevos frutos.

Pero al mismo tiempo, una vez más, la tempestad se desató. Los que acusan al Concilio de haberla desencadenado no saben lo que dicen. No hace falta ser profeta para discernir en ella desde mucho antes los indicios. La sacudida sin embargo hubiese sido menos fuerte sin una causa más inmediata, que es muy pronto para describir, pero que los historiadores cuidadosos de reunir los documentos no tendrán gran dificultad para dilucidar. La Iglesia invita a sus hijos a un gran esfuerzo colectivo, en un clima de libertad.

No todos supieron entenderlo, o no tuvieron el cuidado de comprenderlo. En muchos casos -es un hecho, aunque no sea popular atreverse a decirlo-- el Concilio ha sido traicionado. No solamente por el efecto de una pendiente demasiado natural, sino también por la acción de lo que se me permitirá llamar un para-Concilio, no tanto un anti-Concilio de verdad como una oposición declarada, y cuánto más eficaz. Y ello se da a este respecto tanto con el Concilio como con el Evangelio: supongo que muchos se guardan de releerlo, uno u otro, para no tener que avergonzarse mucho de lo que predican en su nombre.
Sin embargo, desde hace quince años, el Papa Pablo lleva el timón. Sin conocerlo, había aprendido bastante sobre él para estar seguro de que estaba en buenas manos. Con una firmeza metódica y tenaz que no deja de desmentir una leyenda igualmente tenaz, él dirige la barca. De todo lo que argumentan sus detractores, un solo rasgo vamos a considerar: el dolor que le oprime a veces y que no puede callar, sin que jamás haya quebrado o incluso atenuado su impulso. En verdad, lamentaríamos más bien que este signo de humanidad, entre tantos otros, le faltase -este rasgo de semejanza con Jesús. Y lo que lo hace más querido es precisamente el desconocimiento ultrajante del que es objeto, no tanto por parte del "mundo" -y no tanto, claro, del conjunto de los cristianos, católicos o no- como de aquellos que él tenía derecho a esperar su apoyo.

Se hablaba antes (¿hay que decir únicamente antes?) de "teólogos de corte", este especie de intelectuales que nunca faltaron alrededor de todas las clases de príncipes. Si existiera aún hoy, cualquiera que tenga los ojos abiertos sabe bien que no es junto a la sede de Pedro donde habría que buscarlos. La reina todopoderosa que distribuye sus favores está en otra parte. Pero Cristo con sus ultrajes está más cerca que nunca de Pedro.

¡Situación tres veces paradójica! En el momento mismo en que el papado, habiendo sacudido los últimos despojos que recordaban aún, testigos encumbrados, un pasado caducado, se muestra, siguiendo los pasos del último Concilio, en la vanguardia de la renovación evangélica y multiplica los gestos propios para animarla, las voces agrias de la contestación se elevan desde los horizontes más opuestos, para dar lugar enseguida al silencio de un alejamiento desdeñoso. -Por otra parte, más que los medios extraños a la Iglesia o, por prejuicios tradicionales, mal preparados para comprenderla, es de cerca, es por algunos de sus hijos infieles a su vocación propia, como ella es públicamente escarnecida en la persona de su primer pastor. No es cuestión aquí de iniciativas solicitadas o de referencias manifestadas en las que cada uno, según su competencia y su cargo, siempre tiene derecho a evaluar la oportunidad, sino de los fundamentos mismos de la fe, de la moral y de la disciplina católica, como el cuerpo de los obispos unidos al Papa tiene la misión de mantener. -Por último, tercera paradoja: la contestación del papado crece en el catolicismo en el momento en que, entre los católicos de otras confesiones, se despierta o se profundiza en la conciencia de una urgente necesidad de la unidad. No olvidaré jamás lo que me confiaba uno de ellos, que ejerce en su Iglesia una función eminente, al término de una larga entrevista: "Hace falta, me decía, que la unidad se haga. A pesar de los obstáculos aún acumulados, muchos signos muestran que los tiempos están maduros. Ahora bien, es evidente que la unidad sólo se puede hacer alrededor del obispo de Roma; diversas organizaciones deberán asegurar el respeto a las tradiciones que se han desarrollado en sentido divergentes desde el tiempo de la separación, pero esto no es algo irrealizable. Solamente, añadía él -y su voz tomaba entonces las entonaciones de una tristeza inquieta- constatamos que hoy el Papa es contestado en el interior mismo de la Iglesia católica. Éste es el gran obstáculo, que amenaza con retrasar mucho la unión".

Mi interlocutor no se equivocaba. Si la persona del Papa es contestada así, es con frecuencia en realidad por lo que ella tiene (si se me permite hablar de esta manera) de más incontestable. A través de ella, es el principio del papado, la función misma de Pedro la que está expuesta a la contestación. Recibe así el supremo homenaje. Cada cual lo siente o lo presiente: en tanto que la función está asegurada, sean cuales sean los remolinos de la historia, la luz de la revelación cristiana permanece intacta y lo que se llama justamente, en un sentido único, la revolución cristiana conserva su fuerza inagotable. Ésta es la roca, en la que se estrellan los esfuerzos de la perversión, del estallido o de la "mutación radical", que pueden encontrar además, en circunstancias convulsas, tantas complicidades inconscientes.

En el coro de Santa María del alma, en el centro de la vieja Roma papal, se puede leer, debajo de la tumba de Adriano VI, un epitafio de una belleza melancólica, delante del cual he meditado más de una vez. Evoca la situación de la Iglesia a principios del siglo dieciséis y lo que podría haber sido su renovación bajo la acción de este Papa desaparecido demasiado pronto, si tantas fuerzas adversas no lo hubieran paralizado. A Pablo VI, no más que a otros, el Señor no le ha ahorrado la prueba; no ha sido medida; pero más que al Papa Adriano, el tiempo le fue dado (y, esperamos, le será dado aún) para avanzar, contra viento y marea, en el cumplimiento del programa que anunciaban ya la encíclica Ecclesiam suam y el discurso inaugural de la segunda sesión del Concilio.

Un día, cuando un historiador serio intente exponer lo que fue la vida real de la Iglesia en el transcurso de estos quince últimos años, entonces, todas las agitaciones vanas reducidas a polvo, aparecerá sin duda que en la entera fidelidad cristiana, bajo el impulso de Pablo VI, todo se preparaba para que prosiguiera la acción salvadora de la Iglesia de Cristo en el seno de un mundo profundamente transformado.

1 comentario:

  1. Un texto estupendo D. Javier. La pena es que pueda ser instrumentalizado por "unos y otros" para su beneficio particular, ya que "unos y otros" entienden que son los guardianes de lo que debe ser y no es, la Iglesia.

    Andamos tiempos oscuros y peligrosos. Las grietas internas que van creciendo con el tiempo y parece que no somos capaces de parar su crecimiento. Necesitamos un nuevo Pentecostés que haga posible que todos entendamos el significado de la unidad y trabajemos por ella. De todas formas, son tiempos en donde la vivencia del evangelio cobra todo su sentido y razón.

    Que el Señor le bendiga :)

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