¡Aleluya! ¡Hermanos, hijos y visitantes, llegue a vosotros nuestro Aleluya!
Aleluya es una aclamación tradicional, antiquísima, que nos viene del Antiguo Testamento (cf. Tob 13,22) y que significa "Alabad a Dios". Probablemente esta aclamación formaba parte también de los cantos de la cena ritual de los hebreos con motivo de la Pascua y, por consiguiente, Jesús mismo la pronunció al terminar su última cena (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). Ha pasado también a las liturgias cristianas como una expresión enfática de gozo, alegría, fuerza, reservada especialmente para el tiempo de Pascua, al que caracteriza el gozo por la celebración de la resurrección del Señor. San Agustín, comentando los Salmos, nos lo recuerda, haciendo notar la enseñanza que este hecho encierra, pues si es verdad que debemos cantar el Aleluya en unos días determinados, sin embargo, todos los días debemos llevarlo en el corazón (Enar. In Psalmis, 106).
Este grito de alabanza a Dios, que usamos como grito de alegría, nos ofrece un tema digno de profunda reflexión; reflexión que nos conduce a las fuentes de nuestro pensamiento religioso, el cual nos enseña que la gloria de Dios es nuestra alegría. Recordad la exclamación estupenda del himno de la santa Misa festiva, llamado precisamente el Gloria, que expresa así esta maravillosa doctrina: "te damos gracias, por tu inmensa gloria". ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo puede la grandeza infinita y misteriosa de Dios ser la fuente de nuestro reconocimiento y al mismo tiempo de nuestra alegría?
Sí, porque Dios lo es todo para nosotros. Dios es la vida, Dios es el poder, Dios es la verdad, Dios es la bondad, Dios es la belleza; sí, en resumen, Dios es nuestra felicidad. ¡Aleluya!
¡Cómo queda superada así toda otra concepción vulgar de la religión, que con tanta frecuencia nos es presentada bajo el aspecto de la distancia, de la oscuridad, del temor, del terror! ¡Y cuántas veces nos alejamos del estudio y de la práctica religiosa porque no hemos comprendido y gustado que Dios es nuestra dicha, nuestra felicidad! ¡Y quizás ni siquiera hemos comprendido suficientemente la originalidad de nuestra fe, que nos ofrece esta perspectiva: Dios es grande, porque es bueno! Dios merece ser exaltado en su inmensa e infinita trascendencia, porque ella se nos ha manifestado en su Esencia, que es Amor: Amor en sí mismo, Amor hacia nosotros. ¡Dios es la vida! Repitámoslo, ¡nuestra vida!
Pascua nos ha revelado su misterio, por medio de Cristo muerto y resucitado, no sólo para Sí mismo, sino para nosotros, criaturas vivientes, sí, pero mortales, susceptibles de quedar comprometidos en la victoria de la vida nueva inaugurada por Él, Cristo, en la mañana de Pascua.
¡Dios es la alegría! ¡Acordaos de este anuncio como de un feliz descubrimiento! Descubrimiento que hemos de ir haciendo siempre, gozando siempre. Este es nuestro deseo, que unimos a nuestro saludo, a nuestro grito pascual: ¡Aleluya!
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