domingo, 12 de septiembre de 2021

Los siete dones del Espíritu en las almas



La acción del Espíritu Santo se ejerce en nuestras almas mediante sus siete dones que se nos infunden por el sacramento de la Confirmación, como reza la oración sacramental. Estos siete dones aparecen enumerados como gracias que tiene el Mesías ungido en el libro de Isaías (11,1ss) y que Cristo hace partícipes a quienes han sido ungidos por el Espíritu Santo; es una participación derivada.



“El nombre de dones del Espíritu Santo –enseñaba Juan Pablo II-, en el lenguaje teológico y catequético, se reserva a las energías exquisitamente divinas que el Espíritu Santo infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin de dar al espíritu humano la capacidad de actuar de modo divino” (Audiencia general, 3-abril-1991). 


Es una capacitación en el organismo sobrenatural del hombre, para que actúe según Dios. “Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas” (CAT 1831), “son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo” (CAT 1830).



            Estos son los siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

            El don de sabiduría mediante el cual el Espíritu Santo ilumina la inteligencia haciéndola conocer las “razones supremas” de la revelación y de la vida espiritual; “es una luz que se recibe de lo alto: es una participación especial de ese conocimiento misterioso y sumo que es propio de Dios” (Juan Pablo II, Ángelus, 9-abril-1989). La sabiduría es raíz de un conocimiento superior y nuevo impregnado de la caridad y así el alma adquiere una familiaridad con las cosas divinas y un cierto gusto de ellas. La sabiduría, como forma de conocimiento espiritual, es “un cierto sabor de Dios” (Suma II-II, q. 45, a. 2, ad. 1), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.


            El don de inteligencia es una agudeza especial, dada por el Espíritu para intuir la palabra de Dios en su profundidad y sublimidad; es una capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios; es inteligencia y casi intuición de la verdad divina de modo que se pueden entender y leer los signos de Dios en la creación, en las cosas humanas, incluso en los acontecimientos para interpretarlos como signos de Dios.



            El don de ciencia: es una capacidad sobrenatural de ver y determinar con exactitud el contenido de la revelación. Asimismo, asiste en la distinción entre las cosas y Dios en el conocimiento del universo logrando que conozcamos el verdadero valor de las criaturas en relación a su Creador. Logra así descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito de Dios y, por consecuentemente, canta sus alabanzas.



            El don de consejo es una habilidad sobrenatural para regular la vida personal al tomar decisiones importantes, como también para gobernar y guiar a los demás. El don de consejo regula la virtud cardinal de la prudencia iluminando al alma sobre lo que debe hacer y de qué manera y con qué medios. Es un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que le corresponde, lo que conviene más al alma.



           El don de fortaleza sostiene la voluntad para acometer grandes acciones que se ven son voluntad de Dios y piden esfuerzo, así como da la capacidad para perseverar en las dificultades y sufrimientos, como acontece en su caso extremo: el martirio. Decía Juan Pablo II: 


“es un impulso sobrenatural que da vigor al alma, no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y la honradez. Cuando experimentamos... la debilidad de la carne, es decir, la debilidad de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien” (Ángelus, 14-mayo-1989).



            Mediante el don de piedad el Espíritu Santo orienta el corazón del hombre hacia Dios con sentimientos, afectos, pensamientos y oraciones que expresan la filiación con respecto al Padre que Cristo nos ha revelado. ¡Nos sentimos hijos amados por Dios! Y de la filiación brota la fraternidad. 


“La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera partícipe de la misma mansedumbre del corazón de Cristo. El cristiano ‘piadoso’ siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna” (Juan Pablo II, Ángelus, 27-mayo-1989).



            Por último, el don de temor de Dios que no se refiere al temor servil, al miedo, sino a un sentido de profundo respeto por la ley de Dios y de obediencia a Él movidos por el amor filial. “Con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en nada; de permanecer y crecer en la caridad” (Juan Pablo II, Ángelus, 11-junio-1989). Del temor de Dios depende la práctica de las virtudes cristianas, la humildad, la templanza, la castidad, la mortificación de los sentidos.


            La vida de la Iglesia y la vida del alma dependen del Espíritu Santo.

            “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas”. El Espíritu Santo, procediendo del Padre y del Hijo, nos revela a Cristo, para que lo conozcamos y amemos, y nos permite profundizar en la revelación, conocer la fe, aceptarla, encarnarla; nos alienta para vivirla; nos ilumina y asiste... ¡y cuántas veces no tendremos que invocarlo antes de hacer nuestra oración, o de dar un consejo, o impartir una catequesis, o hacer apostolado...!

            El Espíritu Santo continúa revelando a Cristo, tocando los corazones con su gracia, llamando a la conversión, permitiendo que conozcamos más a Cristo y, al conocerlo, amarlo y seguirlo. Dios, porque nos ama, nos da el mismo Amor que es el Espíritu Santo y así, viviendo en el amor de Dios, participamos ya de la vida divina. “Recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.


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