viernes, 17 de septiembre de 2021

La virtud teologal de la esperanza (y III)



6. ¿En qué radica nuestra esperanza? Nuestra esperanza está en su misericordia. Nuestra esperanza está en que Él es Fiel, Él es bueno, guarda su alianza con nosotros por siempre. Somos criaturas, pequeños, muy frágiles, pero es el Señor nuestra garantía: “él permanece fiel” (2Tm 2,13). 

Lo más humano y razonable, en toda situación, a cada paso del camino, es poner toda nuestra confianza en el Señor. 



Sí, lo más humano es fiarse plenamente de Dios y esperarlo todo de Él. 

A los demás que hay amarlos intensamente, es bueno la confianza entre las personas, pero jamás hemos de sentirnos decepcionados cuando falle esa confianza; ¡sólo Dios! 

Solamente Dios es el único que no nos decepciona, que no nos falla. Esperar y confiar, pues, sólo en Dios: “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26); o con palabras de otro salmo, el 61: “Sólo en Dios descansa mi esperanza, porque él es mi salvación; sólo él es mi roca y salvación, mi alcázar: no vacilaré... Pueblo suyo, confiad en él, desahogad ante él vuestro corazón, que Dios es nuestro refugio” (Sal 61).

 
El hombre de hoy ya no está acostumbrado a esperar; sólo aprecia y valora lo concreto, lo inmediato, lo que está al alcance de la mano. Cada vez más las legítimas y honestas esperanzas humanas son más pequeñas, más inconsistentes, no existen proyectos sociales, comunes, creadores. En el fondo, hay una crisis de esperanza, falta de ilusión, ausencia de motivos por los que entregarse. Nuestra cultura no espera nada, tan sólo vive perdiendo o matando el tiempo. 

Nosotros, la Iglesia, somos un pueblo de esperanza que levantamos el corazón al Señor y vivimos esperando en Él. Al mundo de hoy hemos de dar palabras de esperanza que eleven su mirada hacia el horizonte, hacia lo infinito de Dios, dando un sentido a su vida.

¡Un pueblo de esperanza!, y, por lo mismo, ¡un pueblo de oración! Porque esperamos, pedimos; porque confiamos en las promesas del Señor, le suplicamos. La oración es expresión de la esperanza cristiana, suplicando que, a su tiempo, si es su voluntad, si es para nuestro bien, escuche nuestras peticiones. La Iglesia, pueblo orante, clama, suplica y espera: “venga a nosotros tu reino”, transforma la realidad de nuestro tiempo, nuestra historia, nuestra cultura, en tu reinado, “que es un reinado perpetuo” (Sal 144). La Iglesia clama a Cristo su Esposo; cuando le ve presente en el Pan y el Vino tras la consagración, grita la Iglesia: “Ven, Señor Jesús”. ¡Ven a nosotros! “Restáuranos por tu misericordia” (Sal 79). ¡Ven, Señor! No nos dejes solos, apresúrate, ven en tu gloria.

7. La esperanza, virtud teologal, con suma facilidad es rota por nuestra desconfianza y nuestros miedos, y pecamos muchas veces contra ella y no lo sabemos y ni siquiera confesamos en el sacramento nuestros pecados contra la esperanza cuando perdemos el sentido de las cosas, cuando nuestros agobios y afanes nos ciegan y ya no esperamos en el Señor, cuando pensamos que ya nada tiene arreglo, cuando pensamos que tantas cosas son imposibles, irrealizables en nuestra vida. La expresión máxima de este pecado es el suicidio, pero hay otros muchos modos de quebrar esta esperanza.

 Y, ¿cómo sostenerla?  ¿Cómo acrecentar esta pequeña esperanza? 

En primer lugar, señala san Juan de la Cruz, purificando la memoria. Son los recuerdos y situaciones pasadas, los pecados y errores de nuestra vida, y nuestro subconsciente, guiado por el Maligno y sus tentaciones, nos los saca muchas veces para tentarnos y tratar de convencernos de que todo es imposible, pero esto es una clarísima tentación, muy fuerte, que debemos rechazar. La memoria se purifica con mucha oración, con los Ejercicios Espirituales, mucho trato íntimo con el Señor y la lectura de las Escrituras, porque el Señor en la oración va limpiando toda nuestra historia, haciendo que la integremos y nos infunde la esperanza. La purificación de la memoria es imprescindible para nuestra vida espiritual, y esto sólo será posible mediante la oración que va ordenando nuestro interior, liberándolo.

En segundo lugar, la esperanza se sostiene por la Eucaristía, “que es prenda de vida eterna”: “yo le resucitaré” (Jn 6,39). Este pan es el alimento de los peregrinos que cantan y caminan hacia las moradas celestiales. Es la Eucaristía –y su prolongación en la visita y adoración al Santísimo- el consuelo en toda aflicción, el alimento de nuestra esperanza. Ahí, en el Sacramento eucarístico, el Señor recuerda su alianza eternamente, renueva sus promesas para nosotros, nos fortalece internamente con palabras que dan suavidad al alma, “que a vida eterna saben” (cf. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva).

Caminamos en esperanza, ¡somos un pueblo de esperanza! El Señor pone en nuestra alma deseos santos, anhelos muy profundos y Él no los va a dejar insatisfechos. El Señor nos ha prometido su salvación y la recapitulación de todas las cosas del cielo y de la tierra en Cristo, ¡y vendrá el Reino de Dios! El Señor nos ha prometido la resurrección y la vida y nos nutre con el Pan eucarístico como prenda, pues poseemos las arras del Bautismo.

¡Esperamos en el Señor! Él merece toda nuestra confianza, Él, todos nuestros deseos. En él ponemos nuestra existencia. “Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26).

No hay comentarios:

Publicar un comentario