Son
muchos los teólogos y escritores espirituales que han mostrado las ventajas
personales de orar con el nombre de “Jesús”; ciñámonos a uno, Diadoco de
Foticé. Él señala, en primer lugar, el recuerdo de Dios, el hacer constante
memoria de Dios, por tanto, ayuda a vivir en la presencia de Dios y recordar su
inmenso amor por cada uno de nosotros.
“Si empezamos, pues, a practicar con celo ferviente los mandamientos de Dios, en adelante la gracia iluminará todos nuestros sentidos en un sentimiento profundo, como quemando nuestros pensamientos y penetrando nuestro corazón con una cierta paz de inalterable amistad, preparándonos para tener pensamientos espirituales y no más carnales. Esto es lo que sucede continuamente a aquellos que se aproximan bastante a la perfección, a los que tienen incesantemente en el corazón el recuerdo del Señor Jesús”[1].
Además,
un segundo beneficio de la oración
de Jesús es que expulsa los demonios
interiores y las tentaciones que acosan al alma:
“Si el intelecto se encuentra en una memoria muy ferviente, sosteniendo el santo Nombre del Señor Jesús y lo usa como arma contra el engaño, entonces el impostor se aparta de su engaño y se lanza a un combate cuerpo a cuerpo contra el alma. Por eso el intelecto, reconociendo el engaño del maligno, progresa en la experiencia del discernimiento”[2].
“Cuando el corazón recibe las flechas de los demonios con un dolor ardiente, de manera que el hombre atacado cree llevar los dardos mismos, el alma odia esforzadamente sus pasiones, porque está al comienzo de la purificación. Porque si no sufriera grandemente la desvergüenza del pecado, no podría gozar abundantemente de la bondad de la justicia. El que quiera purificar su corazón que lo abrase continuamente por el recuerdo del Señor Jesús, teniendo incesantemente esto como su única meditación y obra. Porque es necesario que los que quieren arrojar su podredumbre no oren a veces sí, y a veces no, sino que se consagren siempre a la oración en la guarda del intelecto, aunque vivan fuera de casas de oración... Lo propio de un hombre amigo de la virtud es el consumir siempre lo que hay de terreno en su corazón por el recuerdo de Dios, para que así, poco a poco, el mal sea consumido por el fuego del recuerdo del bien, y el alma vuelva perfectamente a su brillo natural con un esplendor mayor”[3].
El cuarto y último beneficio es ocupar
la inteligencia en pensamientos santos, cuando normalmente nuestra inteligencia
y la imaginación nos hace estar muy ocupados y distraídos en muchas cosas y
pensamientos.
“El intelecto nos exige absolutamente, cuando cerramos todas sus salidas por el recuerdo de Dios, una obra que satisfaga su necesidad de actividad. Hay que darle al “Señor Jesús” como única ocupación tendente a su fin. Nadie dice pues: “Jesús es el Señor”, sino es en el Espíritu Santo (1Co 12,3). Pero que contemple en todo tiempo sólo esta palabra en sus propias cámaras del tesoro, para no volver a sus imaginaciones. Todos cuantos meditan incesantemente en la profundidad de su corazón este santo y glorioso Nombre pueden ver entonces también la luz de su intelecto. Pues, dominado por el pensamiento en un estrecho esfuerzo, consume en un sentimiento intenso toda mancha que cubre el alma; pues nuestro Dios es un fuego devorador (Dt 4,24). Por eso el Señor invita al alma a un gran amor de su propia gloria. Perseverando en aquel Nombre glorioso y muy deseado en el fervor del corazón por medio de la memoria del intelecto, produce en nosotros el hábito de amar su bondad sin que nada se le oponga en adelante. Ésta es, pues, la perla preciosa que se puede adquirir habiendo vendido los propios bienes, y cuyo descubrimiento produce un gozo inefable”[4].
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