San Agustín es maestro en mil temas distintos; pero, si hubiera que apurar un poco más, se podría presentar como el gran doctor de la gracia, la gracia de Dios, la actuación interior y santificante de Dios en el hombre, sin la cual es imposible ni agradarle ni santificarnos.
Sobra pelagianismo, es decir, la herejía -camuflada de antropología- de pensar que el hombre es bueno, que por sí solo lo puede todo, incluso hacer obras buenas, y la gracia sería una recompensa, un algo añadido, exterior al hombre, y, por tanto, innecesario.
Muchos moralistas, tan secos, con el abusivo lenguaje del "compromiso" y "los valores", son pelagianismo del siglo XX y XXI. Por eso, acudamos a la teología de la gracia, con la sencillez del pastor y maestro que sabe desgranar las cosas hábilmente para ser comprendido por todos.
Decía san Agustín:
"La
gracia es del que llama, y las buenas obras siguen al que recibe la
gracia; no producen ellas la gracia, antes bien, son fruto de la gracia.
Pues no calienta el fuego para arder, sino porque arde; ni la rueda
corre bien para que sea redonda, sino porque es redonda; de igual modo
nadie obra bien para recibir la gracia, sino por haberla recibido" (San
Agustín, Cuestiones Diversas a Simpliciano 1,2,3).
Una atinada reflexión sobre la paciencia y la disciplina; si hay disciplina, la paciencia es más fácil... porque la indisciplina en todos los órdenes provoca impaciencia. Y siempre, y en todo, la caridad.
"La
disciplina salvaguarda la paciencia y la paciencia salvaguarda la
disciplina, y una y otra están informadas por la caridad, no sea que la
paciencia indisciplinada promueva la iniquidad o la disciplina
impaciente destruya la unidad" (San Agustín, Mensaje a los Donatistas
4,6).
Podemos ser muy creyentes, pero la fe creída en el corazón ha de ser profesada con la boca, es decir, públicamente, ante los demás, de palabra y de obra, máxime en el contexto actual, reinando la secularización, donde la fe parece identificarse con una opción privada y un sentimiento sin reflejo en lo exterior.
Ante esto, viene bien la advertencia de san Agustín:
"¿Qué
importa haber creído con el corazón para la justicia, si la boca duda
en proferir lo que el corazón ha concebido? Dios ve la fe que hay
dentro, pero es poco" (San Agustín, Serm. 279,7).
Dios es la fuente de la más pura y auténtica alegría, porque, además, es una alegría imperecedera, ya que Él es eterno y alegre. La alegría que se pone en sí mismo, o en el propio éxito o prestigio, es demasiado fugaz y por ello, pobre, porque acaba pronto.
"Quien
quiere gozarse en sí mismo y de sí mismo, siempre estará triste; en
cambio, quien quiere gozarse en Dios y de Dios, estará alegre
eternamente, porque Dios es sempiterno" (San Agustín, In Ioh. ev., 14,2).
Precioso el encadenamiento del verdadero amor, o del amor ordenado, que ofrece san Agustín. Quien bien se quiere a sí mismo, amará a Dios, y quien esté amando a Dios, procurará arrastrar a otros a ese Amor.
"Cuando
aprendas a amarte a ti mismo amando a Dios, arrastra al prójimo hacia
Dios para que juntos disfrutéis del bien, gran bien, que es Dios" (San
Agustín, Serm. 301A,6).
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