jueves, 3 de septiembre de 2015

El salmo 47


                Por el sacramento del Orden el Señor, elige a quien quiere y lo pone al frente de su pueblo, no porque tenga mayores méritos, o porque tenga mayores cualidades, sino porque es eterno su amor. “Llamó a los que quiso” dice el evangelio de san Marcos, “para que estuvieran con él”. La primera función del sacerdote es estar con Cristo, la oración, el trato interior con Él, y luego, “enviarlos a predicar”. De ahí que el sacramento del Orden imprima un sello imborrable, perenne, en el alma, el carácter sacramental, por el cual el sacerdocio ministerial es distinto del sacerdocio bautismal, no sólo de grado, sino esencialmente. A partir de ahí, el ministro ordenado se constituye no sólo en servidor de la comunidad, porque servidores de la comunidad pueden ser un catequista, o quien trabaja en Cáritas; no sólo servidor de la comunidad, ¡es que tiene la autoridad recibida de Cristo!, ejercida como servicio, pero por la autoridad que le viene del sacramento del Orden.

                El sacerdote recibe la misión de gobernar la comunidad cristiana, la misión de dirigir a la Iglesia y a esa parcela tan amada de la Iglesia que es la parroquia; y debe fortalecer la vida parroquial por encima de cualquier peculiaridad o parcialidad. 

                Debe santificar mediante su propia oración, mediante el ejercicio, con dignidad, con reverencia y con amor, de los santos sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía.

                Finalmente, tiene la misión de la predicación. Decía el Papa Juan Pablo en una carta que escribió a los obispos alemanes en el centenario de la muerte de San Pedro Canisio en 1998, que la predicación forma parte principalísima del ministerio porque es el oficio de quien enseña con autoridad, la autoridad recibida de Cristo por el Orden, y debe ejercerse ante todo, en la Eucaristía, en la predicación litúrgica. En ello estamos, sabiendo y pidiendo al Señor que un sacerdote santo, o un sacerdote que quiera santificarse será el que pueda santificar a su pueblo. No va a ser el sacerdote burócrata, o el sacerdote que sea una máquina haciendo cosas, o el que se crea algo o alguien, el que pueda santificar. El sacerdote santo es el que puede santificar a su pueblo y engendrar santos en su parroquia.

                Vamos al salmo de hoy, el salmo 47, un canto bien hermoso a la ciudad santa de Jerusalén. 

 Grande es el Señor y muy digno de alabanza
en la ciudad de nuestro Dios,
su monte santo, altura hermosa,
alegría de toda la tierra:
el monte Sión, vértice del cielo,
ciudad del gran rey;
entre sus palacios,
Dios descuella como un alcázar.
Mirad: los reyes se aliaron
para atacarla juntos;
pero, al verla, quedaron aterrados
y huyeron despavoridos.

Allí los agarró un temblor
y dolores como de parto;
como un viento del desierto,
que destroza las naves de Tarsis.
Lo que habíamos oído lo hemos visto
en la ciudad del Señor de los ejércitos,
en la ciudad de nuestro Dios:
que Dios la ha fundado para siempre.
Oh Dios, meditamos tu misericordia
en medio de tu templo:
como tu renombre, oh Dios, tu alabanza
llega al confín de la tierra;
Tu diestra está llena de justicia:
el monte Sión se alegra,
las ciudades de Judá se gozan
con tus sentencias.
Dad la vuelta en torno a Sión,
contando sus torreones;
fijaos en sus baluartes,
observad sus palacios,
para poder decirle a la próxima generación:
"Este es el Señor, nuestro Dios."
El nos guiará por siempre jamás.

            Se alaba al Señor por la ciudad de Jerusalén. Aplicando los criterios espirituales de interpretación del salmo, la verdadera y nueva Jerusalén es la santa Iglesia. Damos gracias a Dios por el misterio de la Iglesia Católica, la Católica, la Jerusalén nueva.

               Dice así el salmo: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios”. El Señor es digno de alabanza en la Iglesia que es la ciudad de nuestro Dios, en la Iglesia, y en cada miembro de la Iglesia, vivir en la alabanza de Dios: saber orar, saber cantar, saber adorar, saber alabar al Señor, en la Eucaristía, en el Sagrario, en la custodia. ¡Oh Dios! Mereces la alabanza de la Iglesia. Una Iglesia que se vuelca en la alabanza de Cristo por encima de las muchas actividades que nos inventamos normalmente, unas más santas, otras más mundanas. ¡Vivir en la alabanza!

                “Su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra. El monte Sión, vértice del cielo, ciudad del gran Rey”. Se canta la belleza, la majestad, la grandiosidad de la Iglesia donde habita el Señor, porque la Cabeza de la Iglesia es Jesucristo. Provoca admiración ver la belleza de la Iglesia, una belleza que como las pequeñas piedras que forman un mosaico, está integrada y formada por una variedad hermosísima de razas, de lenguas, de naciones. Una Iglesia hermosa, con distintas vocaciones complementarias, nunca contrapuestas; con distintos carismas, siempre libres, nunca obligatorios, nunca perfectos en sí mismos, nunca totalitarios, pero ¡qué alegría los carismas que enriquecen la Iglesia!. Una Iglesia con distintas espiritualidades, nunca contrapuestas insisto, nunca una mejor que otra; una Iglesia rica en movimientos, en caminos de santidad, en pluralidad de opiniones mientras sean legítimas en la unidad de la fe, una Iglesia que por ser católica, debe tener siempre una mente muy abierta, muy amplia, y un corazón muy grande, para que acoja a todos y a todo. Mal servicio se presta a la Iglesia cuando se quiere imponer una de ellas, un solo modo, o un solo camino, o una sola espiritualidad, cuando es el Espíritu de Dios quien enriquece a la Iglesia “su monte santo, altura hermosa” con multitud de carismas, de vocaciones, y de gracias.

                “Entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar. ¡Oh Dios!, meditamos tu misericordia en medio de tu templo”. En medio del templo de la Iglesia, en este templo que es Cristo Resucitado y donde estamos nosotros integrados, meditamos la misericordia de Dios, lo bueno que es el Señor con cada uno de nosotros.

                “Como tu renombre, oh Dios, tu alabanza, llega al confín de la tierra”. Hasta el confín de la tierra está la Iglesia cantando la alabanza del Señor, ofreciendo el sacrificio de alabanza que es el canto de Laudes y Vísperas, ofreciendo la Santa Misa, orando y sacrificándose. La alabanza del Señor llega al confín de la tierra. “Su diestra está llena de justicia”, de salvación. 

               Ante este Misterio de la Iglesia, repetíamos: “Dios ha fundado su ciudad para siempre”. La Iglesia es eterna, “las puertas del infierno no prevalecerán”. Nos podemos equivocar pensando que la Iglesia es solo y exclusivamente lo poquito que vemos, y vemos nuestra comunidad, nuestra asociación, o el pequeño mundo de nuestra parroquia, y pensamos que la Iglesia es esto nada más. ¡Qué equivocados! ¡Qué cicateros mentalmente! La Iglesia es mucho más grande y mucho más hermosa.  De ella formamos parte, pero es no es lo único ni lo mejor ni lo más santo, sino que el corazón debe ser muy grande para alegrarse con la riqueza que tiene la Iglesia, simplemente abriendo los ojos y mirando, por ejemplo, el resto del arciprestazgo, y las experiencias de consagración y vida religiosa del arciprestazgo, y los movimientos y asociaciones y hermandades de nuestro arciprestazgo, y los fieles, benditos fieles, que sin pertenecer a nada, tienen como título y como honra el vivir en la parroquia, celebrar su fe y vivirla tan sólo, nada más y nada menos, que en la parroquia, y que luego se sumergen en el mundo y lo van transformando, santificándose en su vida ordinario, ordenando las realidades temporales según Dios.

             “Dios ha fundado su ciudad para siempre”. Bendigamos al Señor, démosle gloria, ofrezcámosle el sacrificio de alabanza.

2 comentarios:

  1. ¡Vivir en la alabanza! La oración de alabanza, que el Espíritu Santo suscita en los corazones, es un reconocimiento de la suma grandeza del Dios vivo, de su majestad, de su bondad y misericordia. Alabar a Dios es hacer "memoria" de sus maravillas en la historia de la salvación, es agradecer sus bendiciones y confesar su amor providente actuando en nuestras vidas, incluso en los momentos difíciles.

    En la Didaché podemos leer: "Tendrás por bueno cuanto te sobrevenga consciente de que nada sucede sin que Dios lo permita".

    Señor abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza (Invocación inicial de Laudes).


    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Alabar, y alabar siempre, es propio de la mirada sobrenatural de la fe.

      Alabemos y cantemos al Señor.

      ¿Se encuentra bien? Un fuerte abrazo, amiga mía

      Eliminar