Imbuidos del espíritu de estas ferias mayores de Adviento, donde la figura, la presencia y la misión de la Santísima Virgen están tan presentes, seamos catequizados en el sentido espiritual que posee la intervención de la Virgen María en la historia de la salvación.
Ella es la Madre, la colaboradora; Ella es el camino a Cristo. Con Ella vivimos el Adviento y de su mano, muy especialmente, las ferias mayores para intensificar nuestra adecuada preparación interior al nacimiento del Salvador.
"Esta audiencia en las proximidades de la Navidad no nos permite pensar en otra cosa ni hablar más que del gran hecho, del gran misterio de la Encarnación, del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, dos veces engendrado, como decía una inscripción en la antigua basílica de San Pedro: sin madre en el cielo, sin padre en la tierra, es decir, Hijo eterno de Dios Padre e Hijo en el tiempo de María, uno en la Persona Divina del Verbo, que asocia a su divinidad la humanidad de Jesús, el Hombre Dios, nuestro Salvador, nuestro Maestro, nuestro Hermano, sacerdote sumo entre cielo y tierra, centro de la historia y del universo. Quien advierte la realidad de este acontecimiento no puede ocuparse de otra cosa; y cuanto más supera nuestra capacidad de comprensión tanto más atrae y empeña nuestra avidez de contemplación; todo en Cristo se concentra, todo se ilumina. Y la gran maravilla es, después, ésta: que cada uno de nosotros está interesado en el hecho prodigioso; nos afecta personalmente y no de modo accidental y fortuito, sino de modo esencial; nuestro destino está ligado con el acontecimiento; ninguno de nosotros puede prescindir de la relación que el nacimiento de Cristo establece entre Él y cada uno de nosotros.
Punto focal del misterio
Pero no es éste el momento para detenernos en semejante meditación, de la que nos basta aquí el recuerdo para exhortaros a buscar en la próxima celebración de la dulcísima fiesta lo que constituye su punto focal; es decir, el misterio de la venida de Cristo entre nosotros. Son tantas las cosas exteriores que adornan y embellecen la Navidad que a menudo su significado verdadero se nos queda escondido, de modo que lo que hemos acumulado de fiestas, de ritos, de luces, de cánticos, de regalos, de comida, de juegos en torno a la Navidad para gustar de ella su serena belleza termina a veces por obstaculizar el gozo de su valor espiritual. Este hecho, nos parece, tiene una explicación indulgente y legítima: si el Señor, pensamos, ha venido a este mundo, a nosotros, pequeño y pobre, que también Él participe de nuestra escena terrena, es decir, que podamos ir a Él por los senderos comunes de nuestra experiencia y vida sensible; la majestad y la infabilidad de Dios nos son veladas por nuestra semblanzas humanas; su humanidad nos ha librado del temor y de la fatiga de buscar por vías angélicas, más altas y difíciles, el encuentro con Él. Célebre es a este propósito la frase del gran doctor de la Encarnación San León Magno: El Hijo de Dios, “invisibilis suis, visibilis est factus in nosotros”, invisible por su naturaleza, se ha hecho visible en la nuestra (Sermón 22,2; PL 54, 195). Grande cosa es ésta; quiere decir que toda nuestra expresividad humana, lógica, sentimental, simbólica, artística, popular… puede servir, bien usada, al lenguaje religioso, sin profanar lo sagrado; es ésta la justificación teológica del aparato exterior litúrgico, del arte y, en nuestro caso, de la brillantez navideña y especialmente del belén.