Hay discursos que han marcado una etapa en la vida de la Iglesia, señalando un fundamento y orientando. Han sido una hoja de ruta para la vida de la Iglesia. No sólo hemos guardado una memoria agradecida de dichos discursos, sino que leídos con el paso del tiempo, siguen siendo programáticos; tienen vida; son eficaces, elocuentes.
Una de esas perlas del Magisterio pontificio la vamos a releer, con gratitud, pero también con inteligencia abierta, dejándonos interpelar, revisar, animar, estimular.
Es el discurso de apertura de la II Sesión del Concilio Vaticano II, pronunciado por el recién elegido Pablo VI apenas unos meses atrás. Un gran discurso, esperado por todos, para saber cómo iba a abordar el Concilio, qué esperaba, qué señalaba el Papa. Fue efectivamente grande ese discurso, memorable como varios otros que han resultado brillantísimos en el conjunto de su fecundo magisterio. Pablo VI era un maestro de la palabra, como igualmente lo ha sido Benedicto XVI.
El camino del Concilio Vaticano II y por tanto el camino de la Iglesia es Cristo, recuperar la centralidad de Cristo, adorar a Cristo. ¡Qué fuerza tienen sus palabras, qué vigor, qué ímpetu!
"Volvemos, pues, hermanos, a
emprender el camino. Este sencillo propósito trae a nuestro ánimo otro
pensamiento tan importante y tan luminoso que nos obliga a comunicarlo a esta
asamblea aun cuando ya está informada e ilustrada sobre él.
Hermanos, ¿de dónde arranca
nuestro viaje? ¿Qué ruta pretende recorrer si ponemos la atención, más que en
las indicaciones prácticas hace un momento recordadas, en las normas divinas a
las que debe obedecer? ¿Y qué meta, hermanos, deberá fijarse nuestro
itinerario, de modo que se asiente, sí, sobre el plano de la historia terrena,
en el tiempo y en el modo de nuestra vida presente, pero que se oriente también
al límite final y supremo que estamos seguros no puede faltar al término de
nuestra peregrinación?
Estas tres preguntas
sencillísimas y capitales, tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que
aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos, y anunciarla al mundo que
nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio;
Cristo, nuestra vida y nuestro
guía;
Cristo, nuestra esperanza y nuestro término.
Que preste este Concilio plena
atención a la relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y
clarísima, que nos apremia y nos hace dichosos, entre nosotros y Jesús bendito,
entre esta santa y viva Iglesia, que somos nosotros, y Cristo, del cual
venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que no se cierna sobre esta
reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad
atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro: que
ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente
fieles: que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta,
mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “Y he aquí que Yo estoy con
vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20).
Cristo, esperanza y término
¡Ojalá fuésemos capaces en esta
hora de elevar a nuestro Señor Jesucristo una voz digna de Él! Diremos con la
de la sagrada liturgia: “Solamente te conocemos a Ti, Cristo; -a Ti con alma
sencilla y pura – llorando y cantando te buscamos; - Mira nuestros
sentimientos” (Himno ad Laudes, feria VI)!
Y al clamar así, nos parece que se
presenta Él mismo a nuestros ojos, extasiados y atónitos, en la majestad propia
del Pantocrator de vuestras basílicas, hermanos de las iglesias orientales, y
también de las occidentales: No nos vemos representados en el humildísimo
adorador, nuestro Predecesor Honorio III, que aparece en el espléndido mosaico
del ábside de la basílica de San Pablo, extramuros, pequeño y casi aniquilado,
besando en tierra el pie de Cristo, de enormes dimensiones, el cual, en actitud
de maestro soberano domina y bendice a la asamblea reunida en la misma
basílica, es decir, a la Iglesia. Nos parece que la escena se repite aquí, pero
no ya en una imagen diseñada o pintada, sino más bien en una realidad histórica
y humana, que reconoce en Cristo la fuente de la humanidad redimida, de su
Iglesia, y en la Iglesia como su efluvio y continuación terrena, y al mismo
tiempo misteriosa. De tal manera, que parece representarse a nuestro espíritu
la visión apocalíptica del Apóstol: “Y me mostró el río de agua viva, resplandeciente
como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22,1).
Es conveniente, a nuestro
juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística
celebración, que confiesa que él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo
Encarnado, el Hijo de Dios y el Hijo el Hombre, el Mesías del mundo, esto es,
la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él el Pastor,
Él el
pan de la vida,
Él nuestro Pontífice y nuestra Víctima.
Él el único mediador
entre Dios y los hombres,
Él el Salvador de la tierra,
Él el que ha de venir
Rey del siglo eterno;
visión que declara que nosotros somos sus llamados, sus
discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes, y
junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y
único Cuerpo místico, que Él, mediante la fe y los sacramentos, se va formando
en el sucederse de las generaciones humanas, su Iglesia, espiritual y visible,
fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna.
Si nosotros, venerables hermanos, colocamos
delante de nuestro espíritu esta soberana concepción que Cristo es nuestro
Fundador, nuestra Cabeza, invisible pero real, y que nosotros lo recibimos todo
de Él; que formamos con Él el “Cristo total” del que habla San Agustín y del
que está penetrada toda la teología de la Iglesia, podremos comprender mejor
los fines principales de este Concilio, que, por razones de brevedad y de mejor
inteligencia, reduciremos a cuatro puntos: el conocimiento, o se si prefiere de
otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la
unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo
contemporáneo.
Necesidad y deber de que la Iglesia se defina mejor a sí misma
Está fuera de duda que es deseo,
necesidad y deber de la Iglesia, que se dé finalmente una más meditada
definición de sí misma. Todos nosotros recordamos las magníficas imágenes con
que la Sagrada Escritura nos hace pensar en la naturaleza de la Iglesia,
llamada frecuentemente el edificio construido por Cristo, la casa de Dios, el
templo y tabernáculo de Dios, su pueblo, su rebaño, su viña, su campo, su ciudad,
la columna de la verdad, y, por fin, la Esposa de Cristo, su Cuerpo Místico. La
misma riqueza de estas imágenes luminosas ha hecho desembocar la meditación de
la Iglesia en un reconocimiento de sí misma como sociedad histórica, visible y
jerárquicamente organizada pero vivificada misteriosamente. La célebre
encíclica del papa Pío XII “Mystici Corporis”, ha respondido por una parte al
anhelo que la Iglesia tenía de
manifestarse por fin a sí misma con una doctrina completa, y ha estimulado, por
otra, el deseo de dar de sí misma una definición más exhaustiva. Ya el Concilio
Vaticano primero había señalado este tema y muchas causas externas concurrían a
presentarlo al estudio religioso dentro
y fuera de la Iglesia católica como el aumento de la sociabilidad de la
civilización temporal, el desarrollo de las comunicaciones entre los hombres,
la necesidad de enjuiciar las diversas denominaciones cristianas según la
verdadera y unívoca concepción contenida en la revelación divina, etc.
No hay por qué extrañarse si
después de veinte siglos de cristianismo y del gran desarrollo histórico y
geográfico de la Iglesia católica y de las confesiones religiosas que llevan el
nombre de Cristo y se honran con el de Iglesias, el concepto verdadero,
profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los Apóstoles la
comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más
exactitud. La Iglesia es misterio, es decir realidad penetrada por la divina
presencia y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones.
El entendimiento humano
progresa. De una verdad conocida experimentalmente pasa a un conocimiento
científico más racional, de una verdad cierta deduce lógicamente otra, y ante
una realidad permanente y complicada se detiene a considerar ya un aspecto ya
otro, dando lugar así al desarrollo de su actividad, que la Historia registra.
Nos parece que ha llegado la hora en la que la verdad acerca de la Iglesia de
Cristo debe ser estudiada, organizada y
formulada, no, quizá, con los solemnes enunciados que se llaman definiciones
dogmáticas, sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia con el
magisterio más vario, pero no por eso menos explícito y autorizado, lo que ella
pensa de sí misma. Es la conciencia de la Iglesia la que se aclara con la
adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo
sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la
docilidad la iluminación interior del Espíritu Santo, que parece precisamente
querer hoy de la Iglesia que haga todo lo posible para ser reconocida
verdaderamente tal cual es.
Y creemos que en este Concilio
Ecuménico el Espíritu de verdad encenderá en el cuerpo docente de la Iglesia
una luz más radiante e inspirará una doctrina más completa sobre la naturaleza
de la Iglesia de modo tal que la Esposa de Cristo en Él se refleje y en Él, con
ardentísimo amor, quiera descubrir su propia imagen, aquella belleza que Él
quiere resplandezca en ella.
Será
pues, para esto, tema principal de esta sesión del presente Concilio el que se
refiere a la Iglesia misma y pretende estudiar su íntima esencia para darnos,
en cuanto es posible al humano lenguaje, la definición que mejor nos instruya
sobre la real y fundamental constitución de la Iglesia y nos muestre su
múltiple y salvadora misión"
(Pablo VI, Disc. en la II Sesión del Concilio Vaticano II, 29-septiembre-1963).
“Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro: que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles:…. Él el Pastor…
ResponderEliminarEs la conciencia de la Iglesia la que se aclara con la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la docilidad la iluminación interior del Espíritu Santo…”
Don Javier, ante este bello discurso de un Papa al que tanto le hicieron sufrir, no le resultará extraño que me pregunte ¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha introducido la secularización en la Iglesia? ¿Quién la ha introducido? Creo que, aunque voces muy autorizadas y sin aspavientos se han pronunciado al respecto, tales como el Papa Benedicto XVI (al que también se le ha hecho sufrir mucho), no estaría de más que todos reflexionásemos e hiciésemos examen de conciencia. Ünicamente si conocemos las causas podremos poner coto a sus efectos.
Padre, te da gloria Tu Hijo en el Espíritu Santo por los siglos de los siglos
Julia María:
EliminarSí, ¿qué ha pasado? Para evitar la secularización, ¿habría que dar baculazos y golpes a todos? ¿Es fruto del Concilio como tal?
Yo pienso que la época convulsa, culturalmente tan agitada, hizo que el Concilio se reinterpretase según las claves de la moda, de los tiempos tan cambiantes.
Su muy deficiente recepción y aplicación se hizo, no según el Concilio, o no según el Magisterio del gran Pablo VI, sino según los deseos del momento, de la época, de aquel mayo del 68 revolucionario, revolución que se introdujo sin criterio en la misma Iglesia, desatando todo lo que estaba soterrado desde inicios del siglo XX.
¡Ay, qué dolor con todo esto!
Coincido con vd en las causas primeras, y se podrían dar nombres y apellidos pero no merece la pena. Lo preocupante es que no se trata sólo de una época que dejamos atrás sin más, lo realmente serio hoy es que el efecto de la secularización permanece en fieles, en algunos sacerdotes e incluso jerarquía; por ello apelaba y apelo a reflexionar y hacer examen de conciencia (yo la primera), entendiendo como tal no únicamente que no estoy haciendo nada mal sino sobre todo ¿Estás haciendo algo positivo para cambiar la situación?
EliminarSí, es profundamente doloroso.
Julia María:
Eliminarsí, si estamos de acuerdo... ¡¡pero qué triste!!
Lo de la secularización interna -incluso con clerygman, ¿eh?- la palpo constantemente y me hace sufrir más de lo que nadie se pueda creer.
¿Se hace algo para cambiar la situación? Quiero creer que sí. Veo """brotes verdes""", obispos y sacerdotes y seminaristas muy centrados, con ideas claras y pocos discursos (ni demagógicos ni populistas). ¿Es ese el tono general? ¡No! Parece que esto va a durar mucho más de lo que nos gustaría.
Sin embargo... ¡qué bellas claves y qué claro lo presentaba Pablo VI!