domingo, 11 de octubre de 2009

Carta previa a tu ordenación diaconal


Ha llegado el día esperado, deseado, lentamente forjado, amasado de ilusiones y deseos apostólicos. Mañana se te impondrán las manos, el Obispo recitará la plegaria de ordenación, serás revestido con la estola y la dalmática, te entregará el Obispo el Evangeliario con unas palabras hermosísimas, tremendas, que te marcarán para siempre, que tantas veces repetirás en tu alma:

"Recibe el Evangelio del que has sido constituido mensajero;
convierte en fe viva lo que lees,
y lo que has hecho fe viva enséñalo,
y cumple aquello que has enseñado".

Ya no te perteneces a ti mismo, ya por completo eres de Jesucristo. ¿De quién mejor? El carácter sacramental es ese sello misterioso del amor de predilección que Cristo siente por ti. Eres suyo, compartes su vida con Él y ahora te envía sin alejarse Él de ti, sino caminando contigo, viviendo a tu lado, siendo la Presencia que sostiene tu vida, que da consistencia a cuanto eres, que responde a las expectativas de tu corazón, que te da la medida de todas las cosas, la clave de interpretación de la realidad.

Sé bien hasta qué punto te has ido preparando estos años. Soy testigo de la finura de tu alma, del tiempo que empleas en las oración, de tu pasión por Jesucristo. ¡No pierdas nunca ese bagaje, acreciéntalo siempre!

El ministerio, que siempre conlleva cruz y tribulación, requiere de la oración para subsistir; la pasión por Cristo, el único motor posible para santificar santificándote.

El Señor cambió el rumbo de tu vida: tus proyectos, tus carreras universitarias y tu trabajo. ¡Te amó tanto!, y en Él descubriste una mirada que jamás verás en nadie, y viste que Él correspondía a lo que tu corazón deseaba, a lo que tu corazón, mi corazón, el corazón de todo hombre busca, porque ha sido creado para Él. Jamás pierdas de vista ese encuentro, porque ese Acontecimiento de Gracia -actualizado mañana en tu ordenación- es la perla preciosa, el tesoro escondido, el bálsamo para los momentos difíciles y duros del ministerio.

Como a un hermano pequeño me he dirigido a ti con mucha alegría por tu ordenación; con mi oración al Señor por ti y, desde luego, cuentas -¡por tantas razones!- con mi admiración y gratitud. Somos hermanos ahora por el ministerio, compartiremos la experiencia común y verás qué bello es el servicio que Dios nos ha encomendado, el gozo de ver crecer a otros, el avance en el seguimiento de Cristo de los hermanos... ¡de cuántas maravillas vas a ser testigo!

Mañana comienzas... ¡para siempre!
Mañana empiezas a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio.
Mañana... ¡Cristo y tú sois uno hasta la eternidad!

Contigo viviré unido ese momento como hasta ahora he sido testigo de tu alma.
"El Señor estará contigo adondequiera que vayas" (Jos 1,9).

¿Fascinante, verdad?

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