jueves, 25 de noviembre de 2021

La Iglesia comunica la salvación (SC - VI)



La historia de la salvación realizada por Dios se hace definitiva y de una vez para siempre en el Misterio pascual de su Hijo. Él es nuestra salvación, Él es el Salvador del mundo, bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos (cf. 1Jn 4,15; Hch 4,12).


           El mismo Cristo ha asociado a la Iglesia a su obra salvadora. Ella es su Cuerpo, su Esposa. Todo el tesoro de la salvación se lo ha confiado a la Iglesia que lo distribuye a los hombres a manos llenas. Se convierte así en dispensadora de la salvación, administradora de los misterios de Dios (cf. 1Co 4,1) que Cristo le ha confiado para la salvación de los hombres. Por eso, la constitución Sacrosanctum Concilium, recogiendo un pensamiento común a varios Padres de la Iglesia, como S. Ambrosio, S. Juan Crisóstomo o S. Agustín, plantean el paralelismo (el tipo) de Adán y Eva con el de Cristo y la Iglesia: “Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC 5). La Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo, prolongará la salvación de su Señor.

            Esta bellísima imagen ofrece una preciosa contemplación del Misterio mismo de la Iglesia y de la liturgia en su vida y misión. Los sacramentos originan la Iglesia, la constituyen, por ellos nace la Iglesia…, y, naciendo, la Iglesia recibe como vocación prolongar, entregar, distribuir, la salvación de Cristo a los hombres:

“Pero la Iglesia ha nacido principalmente del don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz. "El agua y la sangre que brotan del costado abierto de Jesús crucificado son signo de este comienzo y crecimiento" (LG 3). "Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de toda la Iglesia" (SC 5). Del mismo modo que Eva fue formada del costado de Adán adormecido, así la Iglesia nació del corazón traspasado de Cristo muerto en la cruz (cf. San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam, 2, 85-89)” (CAT 766).

            Así, la constitución Sacrosanctum Concilium da un paso más en los principios fundamentales de la naturaleza teológica de la liturgia, tan indispensable para conocerla, valorarla y celebrarla correctamente: la obra de la salvación continuada por la Iglesia se realiza en la liturgia. Es el modo sacramental en que la Iglesia obedece a Cristo continuando el plan de salvación.


            En el número 6 de SC se desarrolla paso a paso la sucesión de la salvación de Cristo hasta su entrega a la Iglesia.

            * En primer lugar hay una entrega y una misión: Como Cristo fue enviado por el Padre, así Cristo envía sus discípulos, llenos del Espíritu Santo.


            * En segundo lugar, se especifica el envío: se trata de predicar y anunciar el Evangelio a todas las gentes, en todos los pueblos, y a proclamar de manera clara, valiente, elocuente, “que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del Padre” (SC 6). Evidentemente, este núcleo kerygmático, central, poco tiene que ver con hablar de los valores y el buenismo moral, tan propios de la secularización, o lenguajes similares, siempre contemporizadores (nunca exhortando a la conversión, sino a lo políticamente correcto y acomodaticio).


            * Pero el envío no es sólo predicar, enseñar. No es mera ilustración, adoctrinamiento o comunicación de ideas y verdades, sino comunicar y entregar la salvación, la vida nueva y sobrenatural, la adopción filial, la gracia santificante. Así lo especifica el Concilio: “Sino también a realizar la obra de la salvación que proclamaban mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira la vida litúrgica” (SC 6). Es decir, hay una voluntad positiva y manifiesta de Cristo para su Iglesia: que realice la obra de la salvación mediante los sacramentos y sin esto, o reduciéndose a aspectos sociales o de beneficencia nada más, la Iglesia no estaría realizando el encargo del Señor de transmitir la vida divina.
           

            * El Bautismo y la Eucaristía, sacramentos mayores y principales, sostienen la vida de la Iglesia y dan toda gracia a los fieles. El Misterio pascual se actualiza plenamente en ambos sacramentos. “Por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él: reciben el espíritu de adopción de hijos por el que clamamos: Abba Padre, y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre” (SC 6). Junto al Bautismo, la santa Eucaristía, memorial del Señor, sacrificio pascual de Cristo: “cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman su muerte hasta que vuelva” (SC 6, citando 1Co 11,26).


            La Iglesia de Cristo es Iglesia de los sacramentos, la Iglesia es litúrgica porque su vida gira en torno a la liturgia (que es la actuación salvadora de Cristo). Ya desde el mismo día de Pentecostés, la iglesia naciente vive de la liturgia: tres mil fueron bautizados tras la predicación de Pedro. Esta Iglesia naciente “con perseverancia escuchaban la enseñanza de los apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración… y alababan a Dios” (Hch 2,41-47). La Iglesia apostólica daba la primacía a los sacramentos y a la vida litúrgica y era un elemento constitutivo e irrenunciable de su ser Iglesia, de lo que Cristo quiso para su Iglesia.

            La expresión máxima de la vida litúrgica es la celebración de la santísima Eucaristía que configura y edifica la Iglesia (¡qué valor tiene, de qué modo solemne y respetuoso debe celebrarse, qué cuidado hay que tener para no vulgarizarla, ni menospreciarla celebrándola para todo y de cualquier manera![1]):

            “Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo cuanto a él se refiere en toda la Escritura, en la cual se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte, y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable en Cristo Jesús, para alabar su gloria, por la fuerza del Espíritu Santo” (SC 6).

            El corazón de la vida de la Iglesia es la liturgia: así la quiso su Señor y Cabeza. Merece el máximo honor, un cuidado atento, solicitud pastoral, delicadeza espiritual.

            Se equivocan quienes separan evangelización y sacramentos o incluso los oponen como si hubiere que elegir entre ambos, o quienes, considerando los sacramentos meramente simbólicos –o expresivos de la autoconciencia o del compromiso- los ven como accesorios, secundarios, realmente no-importantes; éstos se decantan sólo por evangelizar reduciendo la evangelización a una liberación social y terrena, educando en valores humanos.

            Pablo VI salió al paso con la exhortación Evangelii Nuntiandi. No hay oposición entre evangelización y sacramentos (cf. EN 47) sino que la evangelización conduce y culmina en la vida sacramental: “Vivir de tal suerte los sacramentos hasta conseguir en su celebración una verdadera plenitud, no es, como algunos pretenden, poner un obstáculo o aceptar una desviación de la evangelización: es darle toda su integridad. Porque la totalidad de la evangelización, aparte de la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía” (EN 28).

            Se ve así cómo la Iglesia, por su liturgia, continúa la obra de la salvación y por ella la liturgia es función principalísima de la Iglesia si quiere ser obediente a Cristo.



[1] Por ejemplo, la sucesión de una Misa tras otra, breves y rápidas, aunque apenas haya fieles ni ministros ni canto; o la pobreza de la vida litúrgica que para cualquier acto celebra la Misa, sin pensar en otras variedades de la vida litúrgica según los libros litúrgicos aprobados: Vísperas, adoración eucarística, Bendición de los catequistas, etc…

No hay comentarios:

Publicar un comentario