viernes, 19 de febrero de 2021

La cruz siempre (Palabras sobre la santidad - XCI)



            Cuando se narran las vidas de los santos como vidas angelicales, con profusión de milagros e intervenciones divinas, parece, en un primer momento, que todo lo tuvieron fácil, más fácil que nosotros, para ser santos. ¡Como si no hubieran sufrido, como si no hubieran tenido que padecer persecuciones exteriores y asaltos del demonio! Esas hagiografías son más bien leyendas, dulces coloridos que distraen.



            La realidad es muy diferente. Los santos, cada santo, fueron expertos en la ciencia de la cruz. Sus vidas no son líneas rectas, sin tropiezos ni dificultades, sino que estuvieron siempre marcadas por la cruz de una forma u otra, y ellos vivieron conscientes de que el Señor les daba a compartir un poco el peso de su propia cruz. Lo recibieron con paz y serena aceptación.

            Los santos están marcados por la cruz: ése es el camino cristiano para todos que ellos han recorrido generosamente: “En el mundo real, el único que existe, nadie se hace fuerte sin un endurecimiento penoso; nadie se ennoblece sin una cantidad de renuncias hirientes, nadie se convierte en un verdadero artista sin ser mucho tiempo desconocido y sin llevar, muy probablemente, una vida trágica; nadie en todo caso se convierte en santo sin participar, a su medida, en la Cruz” (Balthasar, Nouveaux points de repère, Commnio-Fayard (sin ciudad), 1980, 196).


            Son los santos quienes entienden bien el misterio de la cruz de Cristo; viven crucificados con Cristo y se glorían en la cruz de su Salvador. Saben bien que la cruz es el único camino y han llegado a profundizar en su misterio y alcance, su dolor y paradoja. “Es cierto para cada uno de nosotros que una extraña simpatía hacia Cristo paciente invade nuestros ánimos: casi sin darnos cuenta, una palabra evangélica se realiza en nosotros, y experimentamos su secreta eficacia: “Cuando sea elevado en la tierra, dijo Jesús (y aludía al género de muerte que le estaba reservado, esto es, a la cruz), yo los atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12,33; 19,7). ¿De dónde procede esta atracción? Los santos, los místicos, los teólogos nos podrían decir muchas cosas a este respecto: sobre la suprema revelación de su amor que Cristo hizo sobre la cruz (cf. Gal 2,20; Ef 5,25), sobre la obra de nuestra salvación, la redención, que se consumó en la cruz (cf. “O crux, ave spes única”), y así sucesivamente. Nos contentaremos ahora con fijarnos, como desde fuera, en el aspecto histórico del misterio de la cruz: Jesús se nos presenta en el estado más completo de su debilidad, de su derrota humana, de su “no violencia”. Se nos ocurren las célebres palabras de San Agustín: “Fortitudo Christi te creavit, infirmitas Christi te recreavit” (In Io. 15,6), el Señor que te ha creado con su poder, te ha recreado, esto es, te ha redimido, con su debilidad, con su Pasión” (Pablo VI, Alocución en el Vía Crucis, 4-abril-1969).

            Los santos entendieron la cruz, se sintieron atraídos por ella y la recibieron, mereciendo compartirla con Cristo.

            Para unos, la cruz fue la enfermedad que los acompañó toda su vida y los limitaba; para otros, la cruz fue la persecución que sufrieron, incluso de sus mismos hermanos y miembros de Orden; para otros, las continuas renuncias; para otros, la cruz fueron trabajos uno tras otro, sin descanso, para realizar su misión; en otros, la cruz fue el constante asalto del demonio con tentaciones, o creando enredos y malentendidos; hubo santos en que la cruz fue el silencio absoluto de Dios, la oración desolada, sin luz ni consuelo alguno, sólo con la certeza de la fe.

            Abrazaron la cruz y eso les hizo madurar y dar fruto. Realmente, es la cruz la que da la madurez humana y sobrenatural, y sólo la cruz da fecundidad a la vida y a sus obras. Parecerá una contradicción, pero es ley inexorable de Cristo: el sufrimiento, la cruz, da fecundidad. El grano de trigo siempre debe ser enterrado y pudrirse para que brote la espiga. “También el sufrimiento, en el seguimiento de Cristo, puede tener parte en esta fecundidad. El sufrimiento, entendido cristianamente, puede ser un tesoro que los sufrientes no colocan sobre todo para sí en el cielo, sino que lo donan a sus compañeros de camino; estas personas son quizás las más ricas entre los miembros de Cristo” (Balthasar, Incontrare Cristo, Casale Monferrato 1992, 88).

            Grandioso gesto de caridad en los santos fue ofrecer sus sufrimientos. Enriquecían así la comunión de los santos entregando lo suyo para bien de otras almas. Su dolor daba fecundidad a la vida de otros. “En la medida en que la tristeza o la prueba son cristianamente una participación en Cristo, deben ellas mismas ser transmitidas a otros: la experiencia adquirida del sufrimiento no es privada, debe ser apreciada en la comunión de los santos tanto lo que hace posible otro sufrimiento cristiano como consolación en el sentido de este sufrimiento” (Balthasar, Nouveaux points de repère, 236).

            Todos los santos entendieron, y vivieron así, que la cruz forma parte ineludible del seguimiento de Cristo: “El seguimiento de Jesús al que son llamados aquellos que él elige no es primeramente un seguimiento en el “más allá” sino, como dice él explícitamente, un seguimiento en la cruz, que para nosotros es una realidad muy concreta y terrena… La obra de redención de Cristo es suficiente y perfecta para todos, pero por gracia él deja que haya un espacio de colaboración para los suyos” (Balthasar, Incontrare Cristo, 146-147).

            Ellos entendieron bien el misterio de la cruz y del sufrimiento; ahora se constituyen en buenos maestros y sabios consejeros para quienes estamos llamados a vivir en santidad por el bautismo y tomar la cruz siguiendo al Señor.

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