domingo, 28 de febrero de 2021

Dios creador de todo



            Es tan inmenso el amor de Dios que piensa depositar sus beneficios en alguien distinto de sí mismo. No tenía necesidad ya que él es perfecto en Sí mismo, Santo y Feliz, pero quiso crear el mundo, lo visible y lo invisible, y sobre todo al hombre para que gozase de Dios.



           El origen de todo es Dios; el mundo no encuentra su existencia en sí mismo, fruto del azar o la casualidad. La ciencia intentará averiguar el cómo del mundo y de la vida, y se sucederán una tras otra muchas teorías. Pero llevando todo a sus últimas consecuencias, no se podrá hallar otra respuesta al porqué, sino es por un acto primero y libre de Dios. El orden del universo, del mundo, sus leyes físicas y matemáticas, la perfecta constitución del cuerpo y el alma del hombre, remiten a una Inteligencia Superior, a un Origen primero, y éste sólo puede ser Dios que crea de la nada. La fe en el Dios creador determina el modo de ver y de vivir el mundo y de experimentarse el hombre a sí mismo, de relacionarse con el mundo y con los demás.

            Dios es Creador por puro amor. Él no necesitaba ni al mundo ni al hombre para ser feliz, ya que es perfecto en sí mismo; es más bien un acto de soberana libertad y de amor, pues crea para volcar su amor difusivo de sí mismo en el hombre creado a su imagen y semejanza. “Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad” (CAT 293). “Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad” (CAT 295). Es decir, crea al hombre para volcar su amor, para que el hombre disfrute de la bondad de Dios.

            San Ireneo –el primer teólogo cristiano- lo explicaba así:



            “Al principio y no porque necesitase del hombre, Dios plasmó a Adán, precisamente para tener en quien depositar sus beneficios... Ni nos mandó que lo siguiésemos porque necesitara de nuestro servicio, sino para salvarnos a nosotros” (Adv. Haer., 4,13,4ss).


            El hombre por el hecho de ser criatura, halla su fin y su plenitud en Dios y sin Dios el hombre estará radicalmente insatisfecho, se verá incompleto. “Tú, Señor -exclamó san Agustín- nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Conf., 1,1,1). Sólo Dios puede ser la felicidad completa y absoluta del hombre, pues es muy grande el alma creada: capaz de Dios. 


“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (CAT 27).


            Saber entonces por qué y para qué ha sido creado el hombre, nos sitúa en una reflexión nueva sobre la propia vida, su sentido, la verdadera búsqueda de la felicidad y dónde ponemos la felicidad actualmente, las frustraciones y fracasos al elegir. ¡Sólo Dios que creó da la felicidad!

            Dios crea el mundo, y ve que es bueno. El pecado del hombre es el que introduce el mal y el desorden en la creación. El mundo se resiente de este pecado. Hoy hay una clara conciencia del respeto y el cuidado de nuestro mundo –que es un regalo de Dios- y que ha venido a llamarse ecología. Dios entregó la creación para que la cuidase el hombre, la dominase y la sometiese, pero sin abusar de ella. La conciencia hodierna busca salvaguardar la creación. Y junto a la ecología, el respeto a la naturaleza, debe darse igualmente una ecología humana puesto que el hombre es el vértice de la creación, la obra cumbre y más maravillosa. 

La ecología humana respeta al hombre, busca su bien integral y defiende el derecho fundamental a la vida desde el mismo instante de su concepción hasta su muerte natural, protegiendo siempre la vida. Es un contrasentido muy extendido proteger las especies animales en vías de extinción y favorecer el aborto y la eutanasia como falsas claves del progreso. La ecología humana es tan necesaria como la ecología de la naturaleza y el planeta, y estos conceptos han encontrado carta de ciudadanía en el magisterio contemporáneo:


            “No está en juego sólo una ecología “física”, atenta a tutelar el hábitat de los diversos seres vivos, sino también una ecología “humana”, que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las futuras generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador.
            Los hombres y mujeres, en esta nueva armonía con la naturaleza y consigo mismos, vuelven a pasear por el jardín de la creación”” (JUAN PABLO II, Audiencia general, 17-enero-2001).


            Y también:


                “Respondiendo a este don que el Creador le ha confiado, el hombre, junto con sus semejantes, puede dar vida a un mundo de paz. Así pues, además de la ecología de la naturaleza hay una ecología que podemos llamar “humana”, y que a su vez requiere una “ecología social”. Esto comporta que la humanidad, si tiene verdadero interés por la paz, debe tener siempre presente la interrelación entre la ecología natural, es decir, el respeto por la naturaleza, y la ecología humana. La experiencia demuestra que toda actitud irrespetuosa con el medio ambiente conlleva daños a la convivencia humana, y viceversa” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada de la Paz, 2007, nº 8).

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