domingo, 30 de agosto de 2020

El sacrificio eucarístico

Es doctrina de la Iglesia, clara y formulada, que la Eucaristía es sacrificio, el sacrificio del altar ofrecido bajo el velo de los signos sacramentales, renovación y actualización incruenta del sacrificio del Señor.





Una plácida meditación de esos puntos amplios del Catecismo (1365-1372) permitirá comprender mejor la Eucaristía como SACRIFICIO, tal como se señala en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia. Pero hay una doctrina riquísima doctrina –y casi desconocida- del papa Juan Pablo II en la Carta Dominicae Cenae (1980), que explana el aspecto sacrificial de la Eucaristía, en el nº 9, pero vamos a presentar lo fundamental de esa doctrina:

            La Eucaristía es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo Sacrificio de la Nueva Alianza, como creemos y claramente profesan las Iglesias orientales: “El sacrificio actual –afirmó hace siglos la Iglesia griega- es como aquel que un día ofreció el Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como entonces) por él, siendo el mismo y único sacrificio. Por esto, y precisamente haciendo presente este sacrificio único de nuestra salvación, el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la “alianza nueva y eterna” de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio  bien sea la excelencia del Sacrificio de la Redención, que fue perfecto y definitivo, bien sea el valor sacrificial de la santa Misa. Por tanto, la Eucaristía siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.

            Se sigue de ahí que el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio es el auténtico sacerdote que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo los seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como Él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino desde el momento de su presentación en el altar... El pan y el vino se convierten en cierto sentido, en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios, y que ofrece en espíritu [...]

            La conciencia del acto de presentar las ofrendas debería ser mantenida durante toda la misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio [...]


            Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es Sacrificium, es decir, una “ofrenda consagrada”. En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y substancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, “re-presentan” de modo sacramental e incruento, el Sacrificio cruento propiciatorio ofrecido por él en la cruz al Padre por la salvación del mundo. Él solo, en efecto, ofreciéndose como víctima propiciatoria de un acto de suprema  entrega e inmolación, ha reconciliado a la humanidad con el Padre, únicamente mediante su sacrificio borrando el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros.

            A este sacrificio, que es renovado de forma sacramental sobre el altar, las ofrendas del pan y del vino, unidas a la devoción de los fieles, dan además de una contribución insustituible, ya que, mediante la consagración sacerdotal, se convierten en las sagradas especies. Esto se hace patente en el comportamiento del sacerdote durante la plegaria eucarística, sobre todo durante la consagración, y también cuando la celebración del Santo Sacrificio y la participación en él está acompañada de la conciencia de que el Maestro está ahí y te llama. Esta llamada del Señor, dirigida a nosotros mediante su sacrificio, abre los corazones, a fin de que purificados por el misterio de nuestra Redención, se unan a él en la comunión eucarística, que da a la participación en la misa un valor maduro, pleno, comprometedor para la existencia humana: “La Iglesia pretende que los fieles no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos” (OGMR 55 f).


            La Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre la que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación que se ofreció en la cruz. “En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta.  A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: “En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio  de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo, se unen  a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo” (CAT 1368). Esta participación de toda la comunidad  asume un particular relieve  en el encuentro dominical,  que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado (Dies Domini, 43).

            Sigue el Papa en esta larguísima página con una consecuencia bien práctica para el sacerdote que preside la Santa Misa, como para los fieles:

            Es, por tanto, muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa educación para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva liturgia. En efecto, la renovación litúrgica realizada después del Concilio Vaticano II ha dado al sacrificio eucarístico una mayor visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a ello las palabras de la plegaria eucarística recitadas por el celebrante en voz alta, y, en especial, las palabras de la consagración [todos de rodillas; de pie con inclinación profunda los que permanecen en pie], la aclamación de la asamblea inmediatamente después de la elevación.

            Si todo esto debe llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos cambios exigen una nueva conciencia y madurez espiritual, tanto por parte del celebrante –sobre todo hoy, que celebra de “cara al pueblo”- como por parte de los fieles. El culto eucarístico madura y crece cuando las palabras de la plegaria eucarística y especialmente, las de la consagración, son pronunciadas con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y digna, como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia eucarística es realizada sin prisas; cuando nos compromete a un recogimiento tal y una devoción tal, que los participantes advierten la grandeza del misterio que se realiza y lo manifiestan con su comportamiento (Dominicae Cenae, 9).


            Ante el aspecto sacrificial de la Eucaristía, especialmente en la plegaria eucarística y las palabras de la consagración:

*     Ponerse de rodillas antes de la epíclesis, o si se está de pie, todos hacen inclinación profunda (aparece así en la tercera editio typica)
*      Una nueva conciencia y madurez espiritual ante el sacrificio que se está consumando (no sólo “ver” al Señor)
*      Recitar la plegaria eucarística sin prisas
*      Ambiente de suma devoción y recogimiento
*      Las mismas palabras de la consagración, tienen su propio ritual, descrito así por el Misal:

     El pueblo se arrodilla
    “El sacerdote junta las manos y extendiéndolas sobre las ofrendas dice: “por eso te pedimos que santifiques...”
     “Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre el pan y el vino conjuntamente, diciendo: “de manera que sean...””
     “Junta las manos”.
     “En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse con claridad, como lo requiere la naturaleza de éstas”.
      “El cual...”
     Toma el pan [no la patena] y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
     “tomó pan, dándote gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:”
     Se inclina un poco [gesto epiclético]
     “Tomad y comed todos de él...”
   Muestra el pan consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre la patena [depositar: entregar con respeto, no tirar la Hostia o tratarla de cualquier forma], y lo adora, haciendo genuflexión”.
  
Es lo sagrado del sacrificio tal como la Iglesia de rito romano lo celebra y lo vive.

La Eucaristía es el mismo Sacrificio de Cristo, ofrecido hoy, aquí y ahora, bajo el velo de los signos. No olvidemos que la muerte de Cristo en la Cruz  es el sacrificio pascual de Cristo, único y definitivo, del que los sacrificios de la Antigua Alianza eran sólo prefiguración:


            El amor hasta el extremo es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida... Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos (CAT 616).

No hay comentarios:

Publicar un comentario