martes, 1 de septiembre de 2020

La misión del santo (Palabras sobre la santidad - LXXXVII)



            Elegidos y predestinados por Dios, amados por Dios, cada santo ha sido llamado a desempeñar una misión específica al servicio de la Iglesia. Da igual si la misión es más representativa y visible ante todos, o es una misión oculta, apartada, discreta, tal vez hogareña o familiar. No importa lo visible de la misión, importa la misión misma como encargo recibido del Señor, y la fidelidad y perseverancia es desarrollarla y llevarla a cabo día a día.


            Algunos recibieron una misión bien visible, reconocible, son los grandes santos fácilmente identificados por todos, Padres de la Iglesia, fundadores, grandes misioneros, reformadores… A ellos les tocó una misión que no podía pasar desapercibida sino ser una luz puesta en lo alto de la casa para que alumbrase a todos. Recibieron una santidad cualificada, representativa en cierto sentido: “Los portadores de tales nombres, Basilio, Agustín, Benito, Francisco, Ignacio, no son tan grandes por su genialidad natural, sino por su santidad. Y santidad en sentido cualificado significa acoger y aceptar una misión sobrenatural, cristiana. Santidad cualificada es un “ministerio” en la Iglesia” (Balthasar, Vocación. Origen de la vida consagrada, Madrid 2015, 9).

            Otros muchos, la mayoría, recibieron una misión menos representativa ante los demás, más cotidiana, más anodina: piénsese en la misión de un padre o madre de familia, de una anónima monja de clausura en su monasterio, de un profesor ante sus alumnos, de un sacerdote en el cuidado pastoral de su parroquia, de un enfermo llamado a ofrecer sus dolores por la redención de las almas… Es la santidad ordinaria y común de los hijos de la Iglesia.



            Pero todos, de mayor o menor calibre, reciben una misión. Y la santidad es conformar la vida con esa misión, expropiándose de sí mismo y de otros planes, con absoluta disponibilidad y unificando todas las energías en función de esa misión. Vivirán por completo volcados en la misión recibida, no tendrán otro horizonte ni deseo ni ambición que realizar el encargo que el Señor les ha hecho. “Un santo que buscara la santidad para sí mismo, que aspirara a la perfección personal por amor a sí mismo, sería una contradicción en sí. Santidad es el cumplimiento de una misión que actúa y repercute en la Comunión de los santos y que en ésta se destaca como tal frente a otras misiones. Por eso, santidad es más que ejemplo modélico, es la fuente más inmediata de fecundidad de vida divina en la Iglesia y en la humanidad” (ibíd.).

            El modelo para la misión es Cristo, a Él miraban los santos… porque en Cristo hay absoluta identidad entre su ser personal y su misión; más aún, ser persona es recibir una misión, teológicamente hablando: “El Hijo no tiene simplemente una misión, que se distinguiría de Él en cuanto persona: Él es la misión del Padre… En esto Él es el amor. En esto Él es también la santidad, que para Él no consiste en ninguna otra cosa más que en el puro ser-donado a la misión del Padre” (Id., 12).

            Los santos también tuvieron esa unidad en su vida, su persona se identificó con su misión. Para la misión vivían totalmente entregados. En ellos no hay una doble vida, ni espacios acotados para sí mismos, parcelas de independencia para sus cosas y sus quehaceres; en ellos no hay un tiempo reservado para la misión y otro para sus vidas al margen de todo; no hay huidas de su misión saltando de apostolado en apostolado, de obra en obra, incapaces de centrarse, de madurar, perdiendo el tiempo porque se aburren y no acaban de abrazar la misión confiada. No huyen de su realidad fabricándose una realidad paralela, más agradable para sí, o más reconfortante. Esto jamás ocurre en los santos; esto sólo ocurre en los que, lejos de la santidad, viven para sí, para su carnalidad, incapaces de expropiarse y amar. Da igual como lo justifiquen delante de los demás ni cómo lo expliquen: esa dispersión, esa inmadurez es demasiado elocuente.

            El santo ha llegado a identificar su vida con la misión. Hay unidad, no dispersión; hay entrega absoluta, no migajas de tiempo. Viven por completo para la misión confiada. Nada les es más importante, a la misión lo supeditan todo.

            Su santidad consiste en el desempeño de esa misión que Dios le ha confiado, y dedica todo su tiempo, su afán, sus recursos humanos y espirituales, sus energías, su corazón. El desarrollo de esa vocación peculiar y única es la santidad: “No ver persona y función como realidades contrapuestas. Vocación en sentido bíblico, interpretada según el modelo de Cristo, es expropiación de una existencia privada para una función de la salvación universal: darse en propiedad a Dios, para por Él ser entregado al mundo necesitado de salvación y ser usado y gastado en el acontecimiento de la redención” (Id., 113).

            Su vida es la misión. A ella se entrega con los sacrificios que se le impongan. Y nada ni nadie lo distraerá de su misión, ni lo apartará. El santo seguirá adelante… sin desfallecer, perseverando.

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