Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Para ir al Padre, Él se ha hecho Camino no sólo para saber adónde ir, sino para que tengamos por dónde ir.
Su Humanidad, ahora gloriosa, es el Camino, el método, de la verdadera mística cristiana. Ésta se centra en Cristo, ama a Cristo, escucha a Cristo, sigue a Cristo, imita a Cristo, busca a Cristo, abraza a Cristo.
La mística cristiana es profundamente personal porque sitúa al creyente, entero, tal como es, ante una Persona, la de Jesucristo, entablando una relación única, donde el orante va siendo conducido, purificado de toda adherencia e impureza, y enviado.
Nada de vacío, ausencia, nirvana, o equilibrio con el cosmos o la 'Madre naturaleza': la mística cristiana es tan personal como Persona divina es Jesucristo amando. Y en Él y por Él, desembocamos en Dios Trinidad, como hijos del Padre en Cristo, movidos siempre por el Espíritu Santo: amando, escuchando, obedeciendo, respondiendo.
No hay otro camino seguro: el de la Santísima Humanidad de Jesucristo.
"La última cita de santa Teresa ["poder ayudar en algo al Crucificado", 7M 3,6], la gran doctora de la Iglesia, saca a la luz el centro de la mística cristiana: Cristo crucificado. En él nuestros místicos hacen la experiencia de Dios. A la luz roja de su sangre ven el abismo de su "nada" y de su "menos que nada", su pecado cuya fealdad hace decir a santa Catalina de Génova que el pecado es más feo que el infierno. Purificados por la sangre que corre de sus heridas de amor, sólo pueden desear sufrir con Él por la obra de la Salvación. La corona de espinas que Catalina de Siena se ponía en su cabeza y las flores que decoran la frente de santa Rosa de Lima son lo mismo. El testimonio de Teresa de Lisieux es quizás el más conmovedor. Sufriendo en su cuerpo agotado, y, como Cristo, hundida en la noche mística del desamparo interior, escribe en su último manuscrito autobiográfico: "Oh, Jesús, si es necesario que la mesa manchada por ellos sea purificada por un alma que os ame yo quiero comer sola el pan de la prueba hasta que os plazca introducirme en vuestro reino luminoso. La sola gracia que os pido es la de no ofenderos jamás..."
Otro rasgo común a todos los místicos cristianos es su fidelidad radical a la fe y al dogma de la Iglesia. San Juan de la Cruz sobre todo lo subraya y vuelve a ello con insistencia: el místico no sobrepasa las fronteras de la fe. En cuanto al contenido, no cree otra cosa sino lo que las gentes sencillas creen con él en la Iglesia. Pero la verdad que, al decir de J. G. Hammann, se rebajó para nosotros tomando forma de palabra humana, finita y pobre, el verdadero místico la interioriza completamente en el movimiento infinito de su deseo de amor hasta el punto en que toda representación desaparece y las palabras se detienen. Entonces el alma camina "en la fe desnuda... en la noche más oscura... pero que la guía más seguramente que el sol del mediodía". El punto de llegada no es otro que el punto de partida. Es el mismo, pero el místico penetra en él las profundidades esenciales hasta el punto en que puede pedir a Dios que "rompa la tela de este dulce encuentro", el velo de la fe que se convierte en visión. Una fidelidad de hijo a la confesión de fe de la Iglesia debe acompañar siempre este progreso. Porque esta fe define los parámetros de las verdaderas experiencias místicas. "Si queremos gustar a Dios o experimentar en nosotros la vida eterna, debemos, superando la razón, entrar en Dios por nuestra fe" [Ruusbroec]. Si un místico se revela contra la fe de la Iglesia, se le podría expedir sin otra forma de proceso como un místico desviado. Es también la razón por la que pienso que toda tendencia liberalizante que se imagine poder escapar del peso del dogma para encontrar en la mítica una salida hacia una fe vaga, libre, indeterminada, no puede entrar en la Iglesia, y esto es así por la naturaleza misma de la mística cristiana.
Conclusión: el Espíritu Santo
Al lado de estas constantes esenciales se encuentra en la vida mística variables innumerables según el Espíritu, que sopla donde quiere, dirija las almas.
En sus bellas "cuestiones" respecto a los dones del Espíritu Santo, santo Tomás de Aquino dice que la pequeña barca que nos lleva hacia el puerto celeste es cada vez menos dirigido por nuestra prudencia humana en provecho de la dirección divina del Espíritu Santo. Y ya que la voluntad es la potencia espiritual que nos mueve, ésta nos conduce a esta unidad de nuestro voluntad con la de Dios que los santos y los místicos están de acuerdo en considerar como la perfección suprema de la vida cristiana. O, mejor aún, es la obediencia perfecta.
La voluntad de Dios hace en nosotros o por nosotros todo lo que le place sin encontrar en nosotros ningún obstáculo, a ejemplo de Cristo que, haciéndose obediente hasta la muerte en cruz, entró en su gloria. Después de santo Tomás, demos la palabra a las más ignorante entre las almas santas, Bernadette Soubirous: "Amar siempre lo que Dios quiere... quererlo siempre... desearlo siempre... hacerlo siempre... Es el gran secreto de la perfección, la llave del paraíso, el sabor anticipado de la paz de los santos... Sí, mi Dios, sí, en todo y por todo: ¡Sí!"
Respecto a santa Catalina de Génova, Fr. von Hügel escribió: "En sus palabras más expresas sitúa la esencia del cielo en la unión de la voluntad finita con la voluntad infinita, y esta doctrina se armonizaría fácilmente con su doctrina favorita del cielo comenzando aquí abajo"".
(WALGRAVE, J-H., L'expériencie des mystiques, en: Communio, ed. francesa, X,4, juillet-août 1985, pp. 91-92).
A esto vamos caminando y ésta es nuestra meta. Y es que así es la mística cristiana que ya podremos empezar a vivir si nos dejamos guiar y purificar por el Espíritu Santo.
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