No es tan evidente como a primera vista parece. La catolicidad es una impronta y un sentir cum Ecclesia, donde la Iglesia nace y crece en las almas, marcándolas, ensanchándolas.
Ese sentido de catolicidad a veces puede oscurecerse si tomamos la liturgia únicamente como un fenómeno humano, grupal, de un grupo concreto de asistentes que se erigen en norma para sí mismos y la liturgia se llega a convertir en una celebración de ellos mismos, de sus compromisos y estados afectivos.
El sentido de Iglesia en las almas, la catolicidad, orienta nuestro modo de vivir y participar en la liturgia interior y activamente. Así se vive la eclesialidad de
la liturgia
La
participación interior en la liturgia se realiza cuando hay un espíritu
católico. Con profundo sentido eclesial, reconoce en la acción litúrgica no una
acción privada, reservada sólo a los asistentes y con efectos espirituales sólo
en los asistentes, de manera que se identifique la liturgia como algo grupal,
restringido a la propia comunidad.
“Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es "sacramento de unidad", es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los Obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan; pero cada uno de los miembros de este cuerpo recibe un influjo diverso” (SC 26).
El
sentido católico dilata el corazón, lo ensancha, y esta nota de catolicidad es
definitiva para vivir la liturgia con una mayor hondura. La reducción
secularista centra la liturgia en los participantes, en el grupo,
convirtiéndolo todo en fiesta y compromiso; pero la liturgia, ni es privada ni
se reduce a un grupo: es católica. Todos los fieles deben experimentar en sus
almas que la liturgia es una “epifanía de la Iglesia”, que “el Misterio
de la Iglesia es principalmente anunciado, gustado y vivido en la Liturgia”[1].
Las
súplicas de la Iglesia en su liturgia son siempre universales, incluyen a
todos, miran las necesidades de todos los hombres. Lo más alejado de ese
espíritu católico es mirar sólo a los propios asistentes, la comunidad allí
reunida, sólo lo propio. La catolicidad es siempre integradora: de todos y de
todo en la única y santa Iglesia.
“La perspectiva litúrgica del
Concilio no se limita al ámbito interno de la Iglesia, sino que se abre al
horizonte de la humanidad entera. En efecto, Cristo, en su alabanza al Padre,
une a sí a toda la comunidad de los hombres, y lo hace de modo singular
precisamente a través de la misión orante de la "Iglesia, que no sólo en
la celebración de la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo
recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin interrupción e intercede por la
salvación del mundo entero" (n. 83)” (Juan Pablo II, Carta Spiritus et
Sponsa, n. 3).
En
la liturgia, incluso en su celebración más sencilla y pobre, con unos pocos
fieles, se entra en la liturgia del cielo, en una Comunión viva con todos los
santos del cielo y también en Comunión viva con toda la Iglesia peregrina y la
Iglesia que se purifica (en el purgatorio). “En esta liturgia eterna el
Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la
salvación en los sacramentos” (CAT 1139).
Es
expresiva de esta realidad de Comunión, de catolicidad, la cláusula final de
los prefacios: “Por eso, con los ángeles y los santos, te cantamos el himno de
alabanza diciendo sin cesar”[4], “Por
eso, con los ángeles y arcángeles y con todos los coros celestiales, cantamos
sin cesar el himno de tu gloria”[5], etc.
También
la catolicidad –con el cielo y toda la Iglesia- se expresa claramente en las
plegarias eucarísticas: “En comunión con toda la Iglesia” (Canon romano),
“acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra” (Plegaria
eucarística II). “Y ahora, Señor, acuérdate de todos aquellos por los que te
ofrecemos este sacrificio: de tu servidor el Papa N., de nuestro Obispo N., del
orden episcopal, de los presbíteros y diáconos, de los oferentes y de los aquí
reunidos, de todo tu pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero
corazón” (Plegaria eucarística IV). Por último, se vive esta catolicidad que
supera no sólo el espacio sino también el tiempo, en el Oficio divino, donde se
une a la alabanza de la Iglesia del cielo: “con la alabanza que a Dios se
ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que
perpetuamente resuena en las moradas celestiales; y sienta ya el sabor de
aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y el
Cordero” (IGLH 16).
El
sello de la catolicidad marca la participación interior en la liturgia: se vive
católicamente, esponjando el alma, cuando uno se reconoce recibiendo un don, la
liturgia, que no es manipulable a gusto de la propia asamblea, sino en comunión
con toda la Iglesia. Lo católico dilata el alma y así ser “hombre de Iglesia”
conduce a vivir la liturgia santa de un modo nuevo, dilatado, abarcando a todos:
“En su primera acepción, sin distinción obligada entre clérigo y laico, el ‘eclesiástico’, vir ecclesiasticus, significa hombre de Iglesia. Él es el hombre en la Iglesia. Mejor aún, es el hombre de la Iglesia, el hombre de la comunidad cristiana. Si la palabra en este sentido no puede ser arrancada del todo al pasado, que al menos perdure su realidad. ¡Que ella reviva en muchos de nosotros! ‘En cuanto a mí –proclamaba Orígenes- mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico’. No hay otro medio, pensaba él con sobrada razón, para ser plenamente cristiano. El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. Él ama la belleza de la casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es ‘su madre y sus hermanos’. Nada de cuanto la afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa sus raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas”[6].
Un corazón que late
así, católicamente, comprende la naturaleza eclesial de la liturgia y la viva
abarcando a todos, orando por todos y con todos, ofreciendo por todos. Está en
comunión con todos los miembros de la Iglesia, con los ángeles y los santos: su
corazón abarca a la Iglesia y al mundo entero. Se sabe católico e integra a
todos.
“En todos sus actos sobrenaturales, el cristiano obra ‘ut membrum Ecclesiae’, ‘ut pars Ecclesiae’. Jesucristo nos ama a cada uno; y a cada uno nos dice como Moisés: ‘te he conocido por tu nombre’; pero no nos ama separadamente. Él nos ama en su Iglesia, por la que vertió su sangre. Por fin, nuestro destino personal no puede realizarse sino en la salud común de la Iglesia”[7].
Con
esta perspectiva de catolicidad, pensemos que “es de trascendental importancia
que todos tengan conciencia de estas dimensiones de la Iglesia. Pues cuanto más
vivo sea el sentimiento que de ellas se tenga, tanto más se sentirá cada uno
dilatado en su propia existencia, y por eso mismo realizará plenamente en sí
mismo, y por sí mismo, el título que también él ostenta de católico”[8].
[1] JUAN PABLO II, Carta
Vicesimus Quintus Annus, n. 9.
[2] Benedicto XVI, Discurso a
los Obispos de la región Norte 2 de Brasil en visita ad limina,
15-IV-2010.
[3] La liturgia es de la Iglesia y no del
sacerdote o del grupo de fieles que la celebren; el mismo Concilio Vaticano II
dice: “Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie o cosa alguna por iniciativa
propia en la Liturgia” (SC 22).
[4] Prefacio de santos pastores.
[5] Prefacio solemnidad Sgdo. Corazón.
[6] DE LUBAC, H., Meditación sobre la Iglesia, Madrid, Encuentro, 1988, p. 193.
[7] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 45.
[8] DE LUBAC, H., Meditación…, p. 52.
El título de "Iglesia católica" fue empleado ya en tiempos primitivos. El primero que lo usó parece que fue San Ignacio de Antioquía: "Donde está Jesús, allí está la Iglesia católica."
ResponderEliminarAlabemos al Señor, a quien alaban también los ángeles, a quien los querubines y serafines aclaman ,diciendo: “Santo, santo, santo” (de las antífonas de Laudes)