El segundo contenido de la nueva evangelización es el "Reino de Dios"; el primero fue la conversión como ya vimos. Es la reflexión del card. Ratzinger en una conferencia pronunciada en el Jubileo de los catequistas, en el año 2000.
A la hora de evangelizar, y ya ha sonado la hora de Dios para propulsar esta nueva evangelización, el primer contenido debe ser la conversión razonable y amable, que crea un nuevo estilo de vida, rompiendo las ataduras de ir "como todos" y actuar "como todos". Dios recupera el primado en la vida; se ve con los ojos de Dios, se ama con el corazón de Dios, haciendo el bien para vencer el mal, sin concesiones aunque la mentalidad dominante señale otras cosas.
El segundo contenido de la nueva evangelización es el Reino de Dios. De él habla la evangelización, hacia él encamina a los hombres. Continuaba Ratzinger diciendo:
"El Reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito, como condición fundamental, el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es capital en el mensaje de Jesús y debe constituir también el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es Reino de Dios. Pero Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios.
Reino de Dios quiere decir que Dios existe, vive, está presente y obra en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una lejana "causa última" ni tampoco el "gran arquitecto" del deísmo, que montó la máquina del mundo y ahora estaría fuera. Al contrario, Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En la conferencia de despedida de su cátedra en la Universidad de Münster, el teólogo Juan Bautista Metz dijo cosas que nadie esperaba oír de sus labios. En el pasado, Metz nos enseñó el antropocentrismo: el verdadero acontecimiento del cristianismo habría sido el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del mundo. Después nos enseñó la teología política, la índole política de la fe; más tarde, la "memoria peligrosa" y, por último, la teología narrativa. Al final de este largo y trabajoso camino, hoy nos dice que el verdadero problema de nuestro tiempo es "la crisis de Dios", la ausencia de Dios, camuflada bajo una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teología, hablar de Dios y con Dios.
Metz tiene razón. Para el hombre, lo "unico necesario" (unum necessarium) es Dios. Todo cambia si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (etsi Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe, y, si existe, no cuenta. Por eso, la evangelización debe hablar ante todo de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. Catecismo de la Iglesia católica).
También aquí es preciso tener presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente con palabras. No se conoce a una persona cuando sólo se tienen referencias de segunda mano. Anunciar a Dios supone introducir en la relación con Dios: enseñar a orar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración personal ("en tu propio aposento", sólo ante los ojos de Dios), la oración común "paralitúrgica" ("religiosidad popular") y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es, antes que nada, oración: su especificidad consiste en el hecho de que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina. Dios obra y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre a la par. El anuncio de Dios conduce a la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso, la liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios vivo, sino la concreción de nuestra relación con Dios.
En este contexto, permítaseme una observación general sobre la cuestión litúrgica. Nuestro modo de celebrar la liturgia es con frecuencia demasiado racionalista. La liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es hacerse entender. No raramente, la consecuencia es la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de frases que parecen más accesibles y gratas a la gente. Y esto no sólo es un error teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de autovaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo.
En el mundo actual tenemos necesidad precisamente de silencio, del misterio supraindividual, de la belleza. La liturgia no es un invento del sacerdote celebrante o de un grupo de especialistas. La liturgia -el rito- ha crecido en un proceso orgánico a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones. Aunque tal vez los participantes no comprendan todas y cada una de las palabras, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciende todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su propio nombre, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino únicamente su fe, en la que se transparenta a Cristo. "Conviene que él crezca y yo disminuya" (Jn 3,30)".
De nuevo, y como siempre, Ratzinger resulta sorprendente en sus palabras y nos puede descolocar, y es que tenemos tantas palabras viciadas en nuestro lenguaje que cuando alguien les devuelve su valor y contenido, nos puede llamar mucho la atención. En este caso, "Reino de Dios" es interpretado en su novedad radical cuando se nos ha inculcado desde hace años otro sentido que lo ha desfigurado. En efecto, Reino de Dios parecía una extraña construcción social, que la secularización ha elevado a categoría máxima, al igual que la expresión Pueblo de Dios, en favor de una imagen social, de una construcción humana, política, democrática. Ya Dios sobraba, lo importante era ese "Reino" identificado con los valores "políticamente correctos".
Se habla de 'luchar por el Reino', de 'construir el Reino', señalando la transformación y el cambio social, sólo de miras abajo, en el aspecto terrenal y socio-político. Esta es una reducción que la secularización ha introducido y a veces se piensa bajo esas categorías. Es una reducción del Reino a la ética y al lenguaje moralista.
Ratzinger le devuelve su contenido. El Reino de Dios es Dios mismo, ha afirmado y de esa forma ha despojado la expresión 'Reino de Dios' de la carga semántica que le da el secularismo. Pero, ¿esto es una clase de semántica, de lenguaje o de filosofía del lenguaje? No. Pero reconozcamos que el lenguaje no es neutro y que se ha pretendido cambiar el significado de las genuinas expresiones cristianas acomodándolas al pensamiento secular. El Reino de Dios es Dios mismo. Anunciamos a Dios en la nueva evangelización, no, sin más, las transformaciones sociales según ideologías políticas o valores humanos.
El Magisterio contemporáneo lo ha recordado en distintas ocasiones; afirmando la encíclica Redemptoris missio todo lo anterior llega a unas conclusiones:
17. Hoy se habla mucho del Reino, pero no siempre en sintonía con el sentir de la Iglesia. En efecto, se dan concepciones de la salvación y de la misión que podemos llamar « antropocéntricas », en el sentido reductivo del término, al estar centradas en torno a las necesidades terrenas del hombre. En esta perspectiva el Reino tiende a convertirse en una realidad plenamente humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, pero con unos horizontes cerrados a lo trascendente. Aun no negando que también a ese nivel haya valores por promover, sin embargo tal concepción se reduce a los confines de un reino del hombre, amputado en sus dimensiones auténticas y profundas, y se traduce fácilmente en una de las ideologías que miran a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, « no es de este mundo, no es de aquí » (Jn 18, 36).
Se dan además determinadas concepciones que, intencionadamente, ponen el acento sobre el Reino y se presentan como « reinocéntricas », las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en si misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una « Iglesia para los demás », —se dice— como « Cristo es el hombre para los demás ». Se describe el cometido de la Iglesia, como si debiera proceder en una doble dirección; por un lado, promoviendo los llamados « valores del Reino », cuales son la paz, la justicia, la libertad, la fraternidad; por otro, favoreciendo el diálogo entre los pueblos, las culturas, las religiones, para que, enriqueciéndose mutuamente, ayuden al mundo a renovarse y a caminar cada vez más hacia el Reino.Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: el Reino, del que hablan, se basa en un « teocentrismo », porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre...18. Ahora bien, no es éste el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, el cual no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.Como ya queda dicho, Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento: « Sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino "a servir y a dar su vida para la redención de muchos" (Mc 10, 45) ».22 El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible.23 Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Cor l5,27).Asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos...19. Es en esta visión de conjunto donde se comprende la realidad del Reino. Ciertamente, éste exige la promoción de los bienes humanos y de los valores que bien pueden llamarse «evangélicos», porque están íntimamente unidos a la Buena Nueva. Pero esta promoción, que la Iglesia siente también muy dentro de sí, no debe separarse ni contraponerse a los otros cometidos fundamentales, como son el anuncio de Cristo y de su Evangelio, la fundación y el desarrollo de comunidades que actúan entre los hombres la imagen viva del Reino. Con esto no hay que tener miedo a caer en una forma de «eclesiocentrismo». Pablo VI, que afirmó la existencia de «un vínculo profundo entre Cristo, la Iglesia y la evangelización»,26 dijo también que la Iglesia «no es fin para sí misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres».27
Ideas y aclaraciones sumamente interesantes sobre el Reino de Dios que ya Pablo VI trató en la Evangelii Nuntiandi corrigiendo la tendencia de reducir el Reino a algo terrenal, realizado según claves políticas (o incluso revolucionarias, tan propias del idealismo de los años 60):
"No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos, sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema de la liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera y sacramento, a un bienestar material; su actividad —olvidando toda preocupación espiritual y religiosa— a iniciativas de orden político o social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la liberación. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertura del Sínodo "la necesidad de reafirmar claramente la finalidad específicamente religiosa de la evangelización. Esta última perdería su razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el reino de Dios, en su sentido plenamente teológico" (n. 32).
Volvamos a Ratzinger. El Reino de Dios es Dios mismo, por lo que la evangelización tiene por contenido anunciar a Dios, señalar a Dios, mostrar a Dios, otorgar la primacía de su presencia y amor a Dios. La evangelización no es una acción que busque la transformación social según una ideología, sino el anuncio de Dios, anuncio luminoso y salvador.
La mayor crisis que padecemos es la crisis de fe -recordemos que hemos celebrado el año de la Fe en 2012-2013)-, la crisis de la Presencia de Dios, donde hemos sustituido a Dios por lo antropocéntrico, elevando al hombre a centro de todo y viviendo "como si Dios no existiese" y en caso de que existiese, tuviera poca incidencia y nula relevancia para nuestro vivir.
La liturgia que es el Misterio de Dios en acción debe ser también el momento especialmente gratuito en que encontrarse con Dios. Él tiene la primacía. La liturgia es obra de Dios, pero volviéndola igualmente antropocéntrica, la hemos convertido en docencia-catequesis, multiplicando el racionalismo de moniciones para todos, palabras a cada momento, arrinconando lo sagrado que es inherente a la liturgia, el silencio, la escucha y la adoración.
Es una liturgia tan antropocéntrica que la hemos tomado como instrumento de adoctrinamiento y celebrante y fieles convertidos en protagonistas. Las observaciones de Ratzinger dan que pensar (y que corregir).
Si el contenido de la nueva evangelización es el Reino de Dios -es decir, Dios mismo- habremos de volver al significado primero, esencial y cristiano de esa expresión, purificando la mentalidad.
Mi querido Papa Benedicto XVI, un Papa sabio ¡cuánto me ha enseñado!
ResponderEliminarEl Reino de Dios es Dios pero no un Dios devinculado de Jesucristo ni de la Iglesia.
"Hemos de volver al significado primero,esencial y cristiano"; si no volvemos nos encaminaremos hacia el precipicio.