“Instruidos por la Palabra de Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino también juntamente con él, y se perfeccionen día a día, por Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí” (SC 48).
Los fieles participan de verdad (plena, consciente, activa,
interior, fructuosamente) cuando se ofrecen juntamente con la hostia
inmaculada. Ya Pío XII, ampliamente, lo expuso en la encíclica Mediator Dei.
Trataba de la “participación, en cuanto que deben ofrecerse también a sí mismos
como víctimas”, señalando la ofrenda de cada uno junto con Cristo: “Mas para
que la oblación con la cual en este sacrificio los fieles ofrecen al Padre
celestial la víctima divina alcance su pleno efecto, conviene añadir otra cosa:
es preciso que se inmolen a sí mismos como hostias” (Mediator Dei, n. 120).
Tratemos
de comprender este grado de la participación real de los fieles en la Misa:
ofrecerse con Cristo.
“La gran tradición litúrgica de la Iglesia nos enseña que, para una participación fructuosa, es necesario esforzarse por corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero” (Benedicto XVI, Exh. Sacramentum caritatis, n. 64).
A
Dios ofrecemos y nos ofrecemos nosotros mismos. De lo material, de los bienes
materiales y el propio trabajo, ofrecemos el pan y el vino, que reúnen en
síntesis, toda la creación[1],
todo el trabajo y todo lo que es nuestro. Pero es nuestro en cierta medida,
porque, realmente, cuanto tenemos viene de Él, de su generosidad y prodigalidad
con nosotros. “Te ofrecemos –dice el Canon romano- de los mismos bienes que nos
has dado”, “de tuis donis ac datis”[2],
y ya san Pablo, refiriéndose a dones y gracias, preguntaba: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1Co
4,7).
Al
altar se lleva pan y vino, ofrecido por los fieles, recapitulando toda ofrenda,
todo don y todo bien recibido. “Nadie ofrece a Dios algo suyo, sino que lo que
ofrece es del Señor y no tanto ofrece uno las cosas suyas, cuanto le devuelve
las que son de Él… En primer lugar Dios enseña al hombre, para que sepa que,
cualquier cosa que ofrezca a Dios, es devolvérselo a Él, más que bien que
ofrecérsela” (Orígenes, Hom. in Num, XXIII, 2, 1).
Ya
no se trata de llevar cualquier cosa al altar, simbólica, superficialmente
añadida, para que sean muchos los que intervengan, sino que en el pan y vino
ofrecidos se incluye la ofrenda viva de cada uno de los participantes.
Al convertirse misteriosamente en el
Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando
también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al
Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto "del trabajo
del hombre", pero antes, "fruto de la tierra" y "de la
vid", dones del Creador (CAT 1333).
Somos
nosotros mismos ofrecidos en el altar con aquello que hemos entregado. Lo más
importante es el ofrecimiento de sí mismo junto con Cristo. “Que Él nos
transforme en ofrenda permanente”[3];
y también: “te ofrecemos su
Cuerpo y su Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo...
y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que… seamos en Cristo
víctima viva para alabanza de tu gloria”[4].
Son palabras que no deben pasar desapercibidas cuando, solemnemente, el
sacerdote las proclama orando.
La Iglesia entera se
asocia –se une, es partícipe- del sacrificio de su Señor. No, no es un
sacrificio que no cuesta nada –en palabras del teólogo Von Balthasar- sino que
tiene su precio: no asistimos, sino que nos implicamos como Iglesia,
ofreciéndonos. “La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la
ofrenda de su Cabeza. Con Él, ella se ofrece totalmente” (CAT 1368). La
Eucaristía es el sacrificio de Cristo y sacrificio de la Iglesia, a la vez e
inseparablemente; en palabras de san Agustín: “La Iglesia celebra este misterio
con el sacramento del altar, que los fieles conocen bien, y en el que se les
muestra claramente que en lo que se ofrece ella misma es ofrecida”[5].
La ofrenda del
sacrificio eucarístico nos convierte a nosotros en una ofrenda permanente,
expropiados de nosotros mismos, para el servicio de Dios; somos transformados
en víctimas vivas para alabanza de su gloria. Es una transformación de los
oferentes –de todos los participantes- en Cristo, para ser siervos de Dios,
santos en el mundo, consagrados a Él.
“La doctrina católica afirma que la Eucaristía, como sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles. La insistencia sobre el sacrificio —«hacer sagrado»— expresa aquí toda la densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12)” (Benedicto XVI, Exh. Sacramentum caritatis, n. 70).
La
ofrenda del sacrificio y la verdad de la participación en la liturgia se
realizan cuando se da esa unión real, profunda, misteriosa, mística, con
Cristo. La doxología apunta bien la dirección: “Por Cristo, con él y en él, a
ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo…”[6]
[1] “En el Sacrificio
Eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de
la muerte y resurrección de Cristo” (CAT 1359).
[2] “Ofrecemos al Padre lo que Él
mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por
el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre
del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente” (CAT 1357).
[3] Plegaria Eucarística III.
[4] Plegaria Eucarística IV. Otro formulario
pedirá: “te ofrecemos lo mismo que tú nos entregaste: el sacrificio de
la reconciliación perfecta. Acéptanos también a nosotros, Padre santo,
juntamente con la ofrenda de tu Hijo” (Plegaria Eucarística de la
Reconciliación II).
[5] De civ. Dei, 10, 6.
[6] “Este sacrificio de alabanza sólo es
posible a través de Cristo: Él une los fieles a su persona, a su alabanza y a
su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por
Cristo y con Cristo para ser aceptado en él” (CAT 1361).
¡¡¡Es bellísima!!! y expresa perfectamente la Verdad de la participación del Misterio Eucarístico.
ResponderEliminarTe alabamos, Señor, porque por medio de los apóstoles nos has dado la mesa de tu cuerpo y de tu sangre: en ella encontramos nuestra fuerza y nuestra vida (de las preces de Laudes).