Hemos de entender, valorar y situar el Concilio Vaticano II atendiendo a la voz de la Iglesia y, en este caso, de uno de sus protagonistas, Cabeza del Concilio, el Papa Pablo VI.
Aunque surjan corrientes con poderosos altavoces que niegan validez y hasta legitimidad a dicho Concilio, pidiendo su revisión, nadie en su sano juicio dejará de reconocer que es un Concilio más en la lista de Concilios de la Iglesia, sancionado y promulgado por un Papa.
¿Qué pretendía el Concilio? ¿Qué hizo la Iglesia durante él, qué se propuso?
Una presentación, breve, pero con visión panorámica, dio Pablo VI a un mes de su clausura en un discurso. En este discurso, Pablo VI expresaba aquello que movió el ánimo de los padres conciliares y lo que reflejan los documentos del Concilio. La segunda parte de dicho discurso -que otro día veremos- centra la relación de la Iglesia con el mundo moderno.
Veamos pues qué es el Concilio y cuál fue su interés, su objeto, su fin.
"La experiencia de los años pasados ha venido ha confirmar con claridad que esta respuesta de la Iglesia no cae hoy en la indiferencia; es, en amplios sectores, esperada y escuchada. Queremos mostrar como prueba de ello el amplio eco suscitado, en el pasado otoño, por Nuestro discurso a las Naciones Unidas y, más recientemente aún, por Nuestras intervenciones a favor de la paz en Vietnam. Más significativa aún, quizás, -y es sobre esto en lo que querríamos os detengáis hoy- es la atención con la cual la opinión pública, durante más de tres años, ha seguido los debates y las decisiones del Segundo Concilio Ecuménico del Vaticano. ¿Qué tenía de particular este Concilio? ¿Y en qué medida sus resultados interesan a la vida de los pueblos que representáis?
Los Concilios, como sabéis, son por definición hechos esencialmente religiosos y que conciernen primero a la renovación interna de la vida de la Iglesia. La Iglesia hace, si se puede decir así, su examen de conciencia, en función a la vez de los principios de conducta inmutables que tiene de su divino Fundador, y de “los signos de los tiempos” que discierne como otras tantas manifestaciones significativas de este mundo al que ella recibió la misión de llevar el mensaje de la salvación.
El Concilio que acaba de terminar ha tenido, a este respecto, esto de particular, que, gracias al progreso de las técnicas y al vasto desarrollo de las comunicaciones sociales, la Iglesia ha procedido en público y por así decir ante los ojos del mundo a esta puesta en orden, a esta “revisión de vida”, a este “aggiornamento”, por retomar el término que expresa tan bien la feliz intuición que tuvo Nuestro Predecesor, el llorado Papa Juan XXIII.
El mundo pudo así percibir muy directamente esta especie de “despertar” de la Iglesia, al tomar nota, al seguir las fases sucesivas, al calcular las consecuencias posibles. Una comunión de pensamiento y de interés recíproco se estableció poco a poco entre el Concilio y la opinión pública, y pudo resultarse de esto algunos inconvenientes menores. No dudamos en afirmar sin embargo que este hecho, muy nuevo para una asamblea eclesiástica, fue en conjunto feliz y beneficioso.
Si consideramos con una mirada de conjunto los trabajos del Concilio, se percibe otro rasgo característico: es que se desarrollaron en torno a un tema central, el de la Iglesia. La Iglesia apareció en ellos cuidadosa ante todo de definirse, de delimitar sus estructuras, de precisar los poderes y los deberes de sus miembros: Obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, y codificar en sus textos su actitud frente a otros grupos religiosos, cristianos y no cristianos, y frente al mundo en general.
La Iglesia así definida en ella misma, y situada respecto a lo que no es, aparece con otra característica que no siempre se puso de relieve en los siglos pasados: se muestra completamente libre de todo interés temporal. Un largo trabajo interno, una toma de conciencia progresiva, en armonía con la evolución de las circunstancias históricas, la impulsaron a concentrarse en su misión. Hoy su independencia es total frente a las competiciones de este mundo, para su gran bien, y Nos podemos también añadir, para el de las soberanías temporales.
¿Esto es decir que la Iglesia se retira al desierto y abandona al mundo a su suerte, feliz o desgraciada? Es todo lo contrario. No se aparta de los intereses de este mundo sino para mejor capacitarse para penetrar la sociedad, ponerse al servicio del bien común, ofrecer a todos su ayuda y sus medios de salvación. Pero lo hace hoy –y esta es una nueva característica de este Concilio, que ha sido con frecuencia destacada- ello lo hace de una manera que contrasta en parte con la actitud que marcó ciertas páginas de su historia.
Con su deseo de ir al encuentro de los hombres y de responder a su espera, la Iglesia hoy adopta preferentemente el lenguaje de la amistad, de la invitación al diálogo. Es lo que expresaba tan bien, en la apertura del Concilio, Nuestro inolvidable Predecesor el Papa Juan XXIII, cuyas palabras están quizás aún presentes en la memoria de muchos de vosotros. “Hoy –decía él- la esposa de Cristo prefiere recurrir a la medicina de la misericordia antes que blandir las armas de la severidad; piensa que, en lugar de condenar, responde mejor a las necesidades de nuestra época, dando más valor a las riquezas de su doctrina” (Discurso de apertura del Concilio, 11-octubre-1962).
Por Nuestra parte, Nos nos hemos esforzado por ser fiel a este programa, y el asentimiento casi unánime de Nuestro hermanos del Episcopado del mundo entero Nos ha hecho más fácil mantener esta orientación.
Esto no quiere decir ciertamente que la Iglesia sea ya indiferente a los errores y que ignore la ambigüedad de los valores del mundo moderno. Sabe todo lo que éstas puede contener de equívoco, de amenazas y de peligros; pero detiene más gustosamente su consideración sobre los aspectos positivos de estos valores, sobre lo que contienen de precioso para la construcción de una sociedad mejor y más justa. Querría ayudar a la concentración de todas las buenas voluntades para resolver los inmensos problemas que nuestro siglo debe afrontar. Y es por esto por lo que el Concilio no ha pronunciado anatemas. Sus decretos, como sus “mensajes”, han sido, se puede decir, otras tantas “declaraciones de paz” y de amistad al mundo moderno. Algunos se han extrañado, la mayor parte se han sentido contentos y felices. Pensamos que no Nos equivocamos al situaros entre estos últimos.
Sois en efecto los representantes de estos poderes temporales que son las más directamente interesados en la solución de los grandes problemas humanos hoy. Cualquiera que se ofrezca a ayudaros es sin duda bienvenido. Ahora bien, la Iglesia os propone su ayuda, se presenta a vosotros como una amiga y una aliada. Lo que aquí debe retener vuestra atención, como con frecuencia es el objeto de Nuestras propias reflexiones, es la naturaleza de la ayuda que la Iglesia puede y quiere aportar a vuestras tareas temporales.
La Iglesia no aborda los problemas –es evidente- bajo el mismo ángulo que las potencias de este mundo. No tiene soluciones técnicas –económicas, políticas o militares- que proponer; y es esto lo que a menudo ha podido hacer que se considere su aportación a la edificación de la sociedad como menos importante.
Su acción se ejerce, en realidad, en un plano diferente y más profundo: el de las exigencias morales fundamentales sobre las que descansa todo el edificio de la vida en sociedad" (Pablo VI, Discurso al cuerpo diplomático, 8-enero-1966).
Creo que deberíamos volver a mirar al Concilio, serenamente, pero también de manera agradecida a Dios. Ha permitido que con un lenguaje nuevo y un ímpetu evangelizador la Iglesia mire a Cristo, luz de los pueblos, y refleje su luz más nítidamente.
No es poco logro conseguir abandonar el lenguaje de la condena para emplear la medicina de la misericordia, aun sin renunciar a la Verdad y a la exposición plena del mensaje de la salvación y sus consecuencias. Algunos desean anatemas constantemente; tal vez es mejor el lenguaje amable y expositivo de la Verdad para que persuada internamente con la evidencia de sí misma.
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