domingo, 24 de febrero de 2013

¿Conocemos a Jesucristo? Lección de la Transfiguración

                "Meditemos juntos, con atención, el pasaje de San Mateo que nos acaba de presentar la liturgia. Es la narración de la Transfiguración del Señor. Una página de la historia de Cristo de las más bellas, espléndidas y misteriosas.


                Cristo, de noche, sobre una montaña, al aire libre, quizá en la primavera, con tres de sus discípulos: Pedro, Juan y Santiago. Mientras éstos, cansados por la ascensión, se detienen a reposar sobre la hierba, Cristo se aleja un poco para orar, como hacía siempre durante la noche: “erat pernoctans in oratione”, nos recuerda San Lucas.



                En la profunda oscuridad, de repente los tres que dormían son despertados por un deslumbrante rayo de luz. Y sobrecogidos, contemplan a Cristo –San Marcos da algunos detalles- brillante como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve.


                Sol y nieve. Es la fiesta de la luz. En aquel triunfo los discípulos descubren a dos excelsas figuras del Antiguo Testamento: Moisés y Elías, en coloquio con Cristo.


                San Pedro no cabe en sí de alegría y de entusiasmo. Después de exclamar: ¡Qué hermoso es estar aquí!, propone erigir tres tiendas para la estancia permanente de los tres personajes.


                Al mismo tiempo, los tres Apóstoles ven formarse una blanca nubecilla que envuelve todo aquel cuadro de gloria y escuchan una voz potente que sale de la nube: “Este es mi Hijo querido, escuchadlo”.


                Pedro, Juan y Santiago quedan aterrados y no se atreven a levantar la vista. Unos momentos más tarde sienten que alguien les toca. Es Cristo, pero privado del prodigioso fulgor de poco antes; los invita a descender del monte y les prohíbe contar lo sucedido hasta que –otro motivo de estupor para los Apóstoles- el Hijo del Hombre (título que Cristo se daba a sí mismo) no haya resucitado de entre los muertos.

El conocimiento pleno de Cristo

                Se podría escribir un volumen para ilustrar este pasaje del Evangelio. Pero hoy sólo pretendemos exponer algún tema de importancia inmediata.


                ¿Qué problema plantea el episodio de la Transfiguración? Puede condensarse en una pregunta que cualquiera se puede hacer. ¿Conocéis de verdad a Cristo? ¿Tenéis un conocimiento real, positivo y concreto de Él? ¿Sabríais decir realmente quién es? ¿Lo tenéis presente en vuestras almas?


                Hay el peligro –dada la debilidad de la naturaleza humana- de detenerse en respuestas y títulos justos, sí, pero no siempre completos. Sin embargo, un cristiano debe saber responder mejor y algo más que con una noticia superficial.


                Precisamente esta pregunta recorre toda la historia evangélica, desde el principio hasta el fin.

Sabiduría, bondad y amor de Cristo

                ¿Quién es Cristo?, se preguntan sus contemporáneos. Varias son las respuestas: el hijo de María, el hijo del carpintero, un profeta, el Mesías. Esta diversidad de apelativos persiste, sobre ella se construye un proceso: la Pasión de Cristo. En la noche tremenda, después del prendimiento en Getsemaní, Caifás, sumo sacerdote, pregunta a Cristo si Él es el Hijo de Dios. Cristo responde: sí, yo lo soy. Más tarde es Pilatos quien le pregunta si es rey; idéntica respuesta afirmativa. De aquí la condena, la razón del cartel puesto sobre la Cruz con la sentencia: Jesús Nazareno, Rey de los judíos.


                Después de tan excepcionales y terribles acontecimientos es lógico que los fieles se pregunten si conocen a Cristo. Para facilitar la respuesta hay que tener en cuenta dos órdenes de motivos. El primero brota de Cristo mismo. ¿De qué forma se presenta y se revela Él? Se nota una especie de graduación. El Salvador del mundo se nos aparece pobre, humilde, sin ningún aparato, sin boato ni signos de su divinidad. Quiere iniciar su vida en la tierra de incógnito, entrando en la humanidad sin acontecimientos extraordinarios; vive muchos años como un pobre obrero. No podía haber humildad más profunda. Quien no acepte esta presentación se escandalizará y no comprenderá el resto de la vida y de la revelación de Cristo. Da la impresión de que no quiere hacer notar su presencia. Esto explica por qué tantos pasan a su lado sin conocerle.


                Pero esta revelación sensible, humana, caracterizada por la pobreza, no es única. Cristo dio testimonio de su presencia a todos, pero a algunos, a los que estuvieron a su lado y le siguieron, les dio otras manifestaciones de sí: la sabiduría, su palabra maravillosa. Los enviados de los enemigos del Divino Maestro –por ejemplo- quedan fulgurados por ella el día que querían cogerlo en error. Se quedan como pasmados al oírlo hablar. Otra vez, una mujer, después de haberlo escuchado, levantó la voz en medio de la multitud, exclamando: “Bendita la que te engendró, porque nadie ha hablado también como tú enseñas”.


                Junta a la revelación de la sabiduría, la del poder, los milagros. Son muchos, estrepitosos; todos los tenemos presentes. Ciertamente que un hombre cualquiera no podía obrar semejantes prodigios.


                De otra tercera forma, y en grado superior, Cristo también se revela. En la bondad. Quien se acerca a él siente la emoción y la fascinación de esta incomparable bondad. “Venid a mí, todos vosotros, que estáis cansados, y yo os aliviaré”. Y el perdón de los pecados, el amor a los niños, los pobres, los que sufren. Cualquiera, ahora y siempre, puede hacer al experiencia de acercarse a Cristo y recibir su luz penetrante, con perfecto conocimiento de las almas. “Sabía lo que había dentro de los corazones, y derramaba en ellos la bondad”.


                Finalmente, Cristo revela lo que es realmente. La Transfiguración. En Él palpita no solamente una vida humana, sino también la vida divina. “Éste es mi Hijo querido”. Es el Hijo de Dios hecho hombre. Precisamente este aspecto resultará, podríamos decir, normal después de la muerte y resurrección del Señor. ¿Habéis conocido alguna vez así al Señor?

Abrir el alma a la fe y a la gracia

                Ahora debemos examinar un segundo orden de elementos que condicionan nuestro conocimiento de Cristo. Depende de una disposición nuestra: la de abrir los ojos, el corazón, el alma. Si estamos a su lado con el corazón cerrado, con los ojos entornados, con incredulidad preconcebida, Él no se mostrará. Pasará la luz a nuestro lado y quedaremos ciegos, indiferentes. Es preciso abrir los ojos. Todos deben hacerlo. El Redentor no ha venido para un grupo determinado; por ejemplo, para los sabios. Se ha mostrado al mundo, a toda la humanidad, y ésta ha de estar en disposición de recibir los rayos del rostro divino. La realidad nos demuestra un cambio que, por desgracia, no todos, como dice San Pablo, “obedecen al Evangelio”. Algunos miran y no ven, permanecen ajenos y desinteresados a la Revelación.


                Por ello es preciso abrir nuestras mentes al conocimiento de Cristo. Que no parezca exagerada esta invitación explícita, pues nunca tendremos un suficiente conocimiento. Somos siempre ignorantes, porque lo que se puede saber de Cristo es tan grande e infinito que nuestras pobres facultades, aunque seamos consumados teólogos, han de tenerse como mezquinas e insuficientes. ¿Qué debemos hacer entonces?


                En primer lugar, instruirnos; apreciar la palabra del Señor, que se difunde en la predicación sagrada, en la catequesis, en los libros adecuados.

La transfiguración final

                La revelación de Cristo no es a través de la vista, sino que debemos escucharlo a través del oído. Nos lo recuerda el Evangelio: “Oídle a Él”, y también: “la fe por el oído”; la fe, es decir, el misterioso conocimiento de Cristo lo tendremos con la fortuna de poderlo escuchar.


                Por consecuencia, no sólo es preciso ser buenos oyentes, sino estar ávidos de aprender, pues la palabra de Cristo, y Cristo mismo, es el Verbo de Dios, que viene de forma intencional, misericordiosa, amplísima, a nuestras almas para ser allí recibida y convertirse en norma de vida.


                Lo segundo es amor a Cristo. Quien lo ame lo conocerá de la forma más eficaz. Él mismo lo ha afirmado: “Quien me ama, será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él”. Son experiencias espirituales que con frecuencia tienen una certeza mayor que los silogismos de nuestro raciocinio. Pues bien, este don se concede a todas las almas; cuantos deseen de verdad estar con Cristo, lo podrán poseer.


                Que todos puedan un día ver al Salvador en su plenitud de vida, en su humanidad, igual que la nuestra; en su divinidad, que le viene del Padre. Veremos en Él al Dios vivo. Será un encuentro feliz la transfiguración final, nuestra gloria y felicidad eterna: nuestro paraíso” 

(Pablo VI, Hom., 19-febrero-1967).

4 comentarios:

  1. Excelente catequesis. Fundamentales preguntas. Abrir la mente, los ojos, los oídos, el corazón, el alma. Y Cristo que no se deja ganar en generosidad y amor, se da a conocer. Si he leído bien, en el cuarto párrafo de “Sabiduría, bondad y amor de Cristo” hay una errata.

    En oración ¡Qué Dios les bendiga!

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  2. No creo que yo pueda conocer a CRISTO en esa vida. Me da por pensar, que como mucho intuirlo. DIOS UNO y TRINO, no creo que sea comprensible por la materia. Ir en la senda ya me parece un privilegio inmerecido. Alabado sea DIOS.
    Sigo rezando. Una vez más, muchas gracias, Padre

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  3. Que el Espíritu Santo nos ayude a tener abiertos los ojos, los oidos y el corazón para conocer y amar más a Cristo . Siempre con esperanza por que no ha venido para los sabios, sino para todos los que le aman .

    Un abrazo a todos

    Maria M.

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