viernes, 27 de agosto de 2010

Mujer y evangelizadora



Como mujer fuerte y santa se presenta santa Mónica, la madre cuya preocupación fundamental era la conversión de su hijo Agustín.

Ser católico, ser hijo de Dios e hijo de la Iglesia, era para Mónica lo más importante, lo que más marcaba y definía su propia vida y ansiaba que su hijo Agustín compartiese con ella el servicio de Dios y la vida de la Católica. Nada más le preocupaba. Decía. “Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?” (Conf. 9, 10,23). Es un gran ejemplo de una mujer creyente, de una madre a la que sólo le mueve la fe. Muchas veces oímos en otras madres otros intereses y otras preocupaciones en cierto modo legítimas: “Que mi hijo esté bien situado...” pero Mónica, modelo de madre cristiana, sólo deseaba la fe en el corazón de su hijo.

La transmisión de la fe, la educación real en la vida cristiana, la iniciación a las sencillas costumbres cristianas (bendecir la mesa, visitar el Sagrario, ir juntos a la Misa dominical, rezar el Ángelus), es una función de mediación que realiza la mujer y madre cristiana. ¡Qué gran aporte a la vida de la Iglesia una madre así! La mujer cristiana es la primera y gran evangelizadora en el seno de la familia y nada ni nadie ni ninguna institución puede suplir esa labor de la madre cristiana. ¡Qué gran honor merecen en la Iglesia mujeres así! Son plenamente madres, porque han dado a luz a su hijo no sólo para la vida de este mundo, sino también para la vida de la fe.

Cuando se habla de la evangelización tendemos a pensar en la missio ad gentes en países lejanos, o en programas pastorales con objetivos a corto y medio plazo, etc., pero perdemos muchas veces de vista cómo la Iglesia durante siglos ha evangelizado por la transmisión de la fe que realiza una madre profundamente creyente a sus hijos. Esta evangelización penetra más honda y sinceramente que cualquier otra, se vive la fe con normalidad, se respira ambiente creyente, se acostumbra a ver la presencia de Dios y sus signos en la vida.

La mujer es una grandísima evangelizadora en la realización de su esponsalidad y su maternidad y en los demás servicios eclesiales que tan generosamente presta en la catequesis parroquial o en la docencia y el magisterio, por señalar únicamente ámbitos frecuentes, pero sin olvidar las misiones u otros campos de evangelización.

Es evangelizadora en el matrimonio y en la educación de los hijos, junto con el esposo y padre. La familia es una “"Iglesia doméstica”. Esto significa que en cada familia cristiana deberían reflejarse los diversos aspectos de la Iglesia entera. Por otra parte, la familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia.

Dentro, pues, de una familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive” (Evangelii Nuntiandi, n. 71). El especial vínculo de la madre con el hijo que ha gestado en sus entrañas lleva a una relación del todo nueva. “La educación del hijo —entendida globalmente— debería abarcar en sí la doble aportación de los padres: la materna y la paterna. Sin embargo, la contribución materna es decisiva y básica para la nueva personalidad humana” (Mulieris dignitatem, 18).

La mujer santa con su especial entrega y su vocación particular (maternidad-virginidad) ha ofrecido a Cristo su corazón y en la carne o en el espíritu han engendrado continuamente hijos para Dios tomando parte en los duros trabajos del Evangelio, reproduciendo la disponibilidad incondicional de la Virgen María. Así aparecen en la historia de la Iglesia mujeres de gran calibre y de gran talla espiritual (como consagradas, como esposas, como madres...) que han edificado la Iglesia.

“Esto tiene una importancia fundamental para entender la Iglesia misma en su esencia, evitando trasladar a la Iglesia —incluso en su ser una «institución» compuesta por hombres y mujeres insertos en la historia— criterios de comprensión y de juicio que no afecten a su naturaleza. Aunque la Iglesia posee una estructura «jerárquica», sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La santidad, por otra parte, se mide según el «gran misterio», en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo, y lo hace «en el Espíritu Santo», porque «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la «mujer», María de Nazaret, es «figura» de la Iglesia...

En la historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos, había, junto a los hombres, numerosas mujeres, para quienes la respuesta de la Esposa al amor redentor del Esposo adquiría plena fuerza expresiva. En primer lugar, vemos a aquellas mujeres que personalmente se habían encontrado con Cristo y le habían seguido, y después de su partida «eran asiduas en la oración» juntamente con los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén hasta el día de Pentecostés. Aquel día, el Espíritu Santo habló por medio de «hijos e hijas» del Pueblo de Dios cumpliéndose así el anuncio del profeta Joel (cf. Act 2, 17). Aquellas mujeres, y después otras, tuvieron una parte activa e importante en la vida de la Iglesia primitiva, en la edificación de la primera comunidad desde los cimientos —así como de las comunidades sucesivas— mediante los propios carismas y con su servicio multiforme. Los escritos apostólicos anotan sus nombres, como Febe, «diaconisa de Cencreas» (cf. Rom 16, 1), Prisca con su marido Aquila (cf. 2 Tim 4, 19), Evodia y Síntique (cf. Fil 4, 2), María, Trifena, Pérside, Trifosa (cf. Rom 16, 6. 12). El Apóstol habla de los «trabajos» de ellas por Cristo, y estos trabajos indican el servicio apostólico de la Iglesia en varios campos, comenzando por la «iglesia doméstica»; es aquí, en efecto, donde la «fe sencilla» pasa de la madre a los hijos y a los nietos, como se verificó en casa de Timoteo (cf. 2 Tim 1, 5).
Lo mismo se repite en el curso de los siglos, generación tras generación, como lo demuestra la historia de la Iglesia. En efecto, la Iglesia defendiendo la dignidad de la mujer y su vocación ha mostrado honor y gratitud para aquellas que —fieles al Evangelio— han participado en todo tiempo en la misión apostólica del Pueblo de Dios. Se trata de santas mártires, de vírgenes, de madres de familia, que valientemente han dado testimonio de su fe, y que educando a los propios hijos en el espíritu del Evangelio han transmitido la fe y la tradición de la Iglesia.
En cada época y en cada país encontramos numerosas mujeres «perfectas» (cf. Prov 31, 10) que, a pesar de las persecuciones, dificultades o discriminaciones, han participado en la misión de la Iglesia. Basta mencionar a Mónica, madre de Agustín, Macrina, Olga de Kiev, Matilde de Toscana, Eduvigis de Silesia y Eduvigis de Cracovia, Isabel de Turingia, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Rosa de Lima, Elizabeth Seton y Mary Ward” (Mulieris dignitatem, n. 27).

Santa Mónica hoy es estímulo y aliento: ser madre, altísima vocación, es ser evangelizadora de los propios hijos. Ser mujer en la Iglesia es recibir la dignidad de participar en el Sí de María colaborando en la obra de la Redención.

2 comentarios:

  1. Santa Mónica, te pedimos en este día que nos ayudes a vivir nuestra vocación cerca de Dios, confiando siempre en que la oración constante y sencilla es un instrumento eficaz para transformar los corazones de quienes nos rodean.
    Amén.
    Angie
    Manantial Divino
    http://www.mantialdivino.com/

    ResponderEliminar
  2. Y con la oración colecta de hoy:

    "“Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo Agustín; concédenos, por intervención de madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón”.

    ResponderEliminar